[[En noviembre de 2012 el suplemento El Viajero de El País publicó mi 'Ruta del Blues', un viaje del que ya he hablado en otras ocasiones. Razones comprensibles de extensión y ajuste a la sección hicieron que el texto se redujera casi a la mitad. Algunos me habéis pedido el original. Por si alguno se plantea hacerla o por el mero disfrute de imaginarla, he decidido publicarlo íntegro aquí, con comentarios personales, sugerencias y reflexiones. Espero que os sirva de estímulo para hacer el que es sin duda el MEJOR viaje posible para conocer las raíces de la música estadounidense.
Sigo tirando de textos de archivo -disculpas por ello- ya que estoy inmerso en el proceso, nada sencillo, de documentación, redacción y adaptación de lo que será el libro de LA MÚSICA ES MI AMANTE. Os mantendré informados. Gracias por la comprensión]]
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Highway 61 a la altura de Memphis |
En el imaginario colectivo de todos, la Ruta 66, la carretera Madre
de Norteamericana, no tiene rival alguno como icono popular internacional. Sin
embargo su “hermana pequeña”, la Highway 61 o Ruta del Blues, no tan conocida —disco
de Dylan aparte—, plantea un recorrido
mucho más iniciático. Profundiza en las entrañas de Estados Unidos: en su historia,
en su sociedad, en su idiosincrasia y, cómo no, en su música, para explicar mejor
que nadie su maravilloso legado cultural. En su trazado está la respuesta a
muchas preguntas que aún hoy nos planteamos. Las raíces del blues, del jazz,
del soul o del rock se esconden entre su asfalto. Imposible adivinar a dónde
vamos sin saber de dónde venimos. Transitar la Ruta 61 es algo más que un viaje…
Louis Armstrong, Martin Luther King, Elvis Presley o Muddy
Waters son tan solo algunos de los personajes legendarios que deambularon por
estas carreteras para escribir su leyenda. El comercio de esclavos, los
derechos civiles, la segregación racial, el éxito o el fracaso… el gran sueño
(o pesadilla) americano en definitiva. La Ruta 61 sigue el curso
inverso del no menos emblemático río Mississippi. Desde el Sur al Medio Oeste.
Aunque geográficamente empieza en Nueva Orleans para acabar en Minnesota, tras más de 2.300 kilómetros ,
la ruta emotivo-musical se desvía unas millas para finalizar irremediablemente
en Chicago.
El 8 de agosto de 1922 un mozalbete llamado Louis Armstrong
abandonaba su Nueva Orleans natal a bordo del Illinois Center Railroad con rumbo
a Chicago. Allí se convertiría en una estrella. La historia del jazz cambió
para siempre. En el mismo mes de agosto, pero 90 años después, quise emular ese
viaje y experimentar en carne propia todas las sensaciones de aquellos músicos
pioneros. Porque no solo fue Armstrong, muchos otros afroamericanos se vieron
obligados a dejar su hogar en el Sur para buscarse un mejor porvenir en el Norte.
Es un fenómeno conocido como la Gran
Migración. Afortunadamente, mis circunstancias personales
nada tenían que ver con esa dramática situación, así que después de meses
ahorrando y preparándolo, la última semana de agosto, junto a mi pareja,
me embarqué hacia la primera parada: Nueva Orleans. Aparte de la banda sonora,
como compañero inseparable, el fantástico libro The
Blues Highway de Richard Knight.
Jazz y el huracán
Inevitable hacerse una imagen previa, pero es peligroso
idealizar ciertos lugares. Yo tenía idealizado Nueva Orleans. Muchos libros,
películas, series y canciones invitaban a pensar en una ciudad donde la música
suena por todas partes. Y en cierto modo es así. Tal vez no la música auténtica
que yo estaba buscando, pero música al fin y al cabo. Me alojé al lado del
French Quarter, centro turístico por excelencia. Solo había que atravesar Canal
Street, con sus tranvías, palmeras y grandes cadenas de hoteles, para llegar a Bourbon Street. Los seguidores de la
serie de la HBO ,
Treme —una magnífica radiografía del Nueva Orleans post-Katrina— habrán visto
cómo personajes como DJ Davies denostan sistemáticamente el ambiente hedonista
de Bourbon Street por su artificialidad. Estando allí, uno lo entiende todo. La
calle es un desfile continuo de turistas borrachos, artistas callejeros, vendedores de ofertas 3x1, coches de
policía y todo tipo de personajes curiosos... Debe de ser la única vía pública
en todo Estados Unidos donde se puede consumir alcohol sin problema. Ahora bien, el olor etílico, los restos de
basura y otras fragancias más escatológicas producen una sensación de mareo. No hace falta entrar dentro para oír a las
bandas. Desde fuera las trompetas del
jazz se funden con las guitarras eléctricas del rock. Versiones de los Rolling
Stones y Bon Jovi a la vez que clásicos como When the Saints go marchin’ in. Locales de comida basura junto a restaurantes de especialidades sureñas
criollas. Sporthouses (puticlubs) al lado de tiendas de souvenirs. Una mezcla
extraña, pero pintoresca. En un contexto no muy diferente a este nació el jazz.
Pero el jazz verdadero
en el French Quarter, salvo excepciones, es algo residual y sirve tan solo como
reclamo turístico. Hay algunos sitios recomendables en Decatur Street, pero los clubes más auténticos están dispersos por
la ciudad. Frenchmen Street, al lado
del Quarter, ofrece un buen puñado de ellos, como el Spotted Cat donde se
juntan bohemios, hippies y residentes. Lo que yo vi fueron bandas y público
blancos, apenas negros. Hangin’ on Treme
encuentras algunos criollos, pero también blancos de clase media-alta que se
han mudado al barrio tras el éxito de la serie. ¿Dónde están los negros en
Nueva Orleans? En la rutina del día a día no hay clubes, ni parades, ni entierros, ni animación
callejera. En la misa dominical de St Augustine’s Church más de la mitad de los
asistentes son turistas, eso sí, la banda del reverendo anima el cotarro como nadie.
Así da gusto ir a misa.
Parque Louis Armstrong |
Quedarse en lo turístico es llevarse una imagen incompleta,
pero cuando uno quiere visitar los lugares históricos del jazz, la ciudad se lo
pone difícil. Parece que a Nueva Orleans no le gusta regodearse en su pasado y
eso que posiblemente tenga una de las herencias musicales más prolíficas del
país. El famoso Storyville, o el barrio
donde nacieron y crecieron los pioneros del jazz, el eje Perdido Street- South
Rampart Street en Uptown, están deliberadamente borrados del mapa. Un par de
placas de recuerdo y poco más. Ni rastro de los escenarios donde se engendró el
jazz. Los intereses especulativos o la dejadez política pueden ser el motivo,
aunque el Katrina suele servir como excusa para todo. De lo poco que se conserva
es Congo Square, ubicada en el Louis
Armstrong Park. Antaño era el único lugar de la ciudad donde los esclavos
africanos podían bailar y cantar libremente. Ya no se oyen esos ritmos y
melodías que están en la base del jazz, pero por lo menos la plaza se mantiene intacta.
No obstante, nada puede plantar cara en Nueva Orleans a otra
sinfonía mucho más atroz: las tormentas tropicales. Viajar a Nueva Orleans de
agosto a octubre es hacerlo en época de huracanes. El precio de los billetes de
avión se reduce a la mitad —ahora entiendo la razón— pero te expones a los
caprichos del tiempo. Y, en efecto, Isaac, el huracán más potente que ha visto
la ciudad tras el Katrina, quiso unirse a la ruta en el segundo día de nuestra
estancia allí. Población evacuada, toque de queda, inundaciones y dos días de
encierro forzoso en el hotel. Para algunos, una experiencia; para mí, una faena. Cambio brusco de planes. La música
se apagó, literalmente, porque media ciudad se quedó sin luz. Una semana extra sin poder hacer apenas nada. Aeropuerto,
trenes, buses, tranvías, riverboats, museos y por supuesto clubes “cerrados por
huracán”. Los turistas se seguían tajando igual en el Quarter pero yo me quedé
sin descubrir el jazz de los pioneros, los “apóstoles del soul”, el funk, el
hip-hop y el resto de sonidos actuales que, se supone, Nueva Orleans tiene…
La tierra donde nació
el blues
Entrar en Mississippi, sobre todo después de la experiencia
Isaac, fue todo un alivio. Es como si el tiempo se detuviera. Nada importa más
que el hoy y el ahora. La Ruta
61 atraviesa el estado de sur a norte: carreteras rectas por donde apenas
transitan coches, inmensos campos de algodón, aldeas recónditas, cabañas de
madera, cruces de caminos y plantaciones. El paisaje no debe de ser muy
distinto del que vieron los primeros bluesmen. Dejando atrás Woodville, Natchez
y Vicksburg llegamos a Greenville, a
orillas del río, en la región del Delta, primera parada. A pesar de ser la
ciudad más poblada de la zona, su aspecto era de pueblecito tranquilo, no se
veía a nadie por la calle, circunstancia que durante la noche resultaba algo
amenazante. El atardecer con el Mississippi de fondo nos regala una estampa
idílica. En Walnut Street, una especie de paseo de la fama con los grandes del
blues, desemboca en el Blues Bar,
un juke-joint (garitos para negros) donde vemos a la primera banda negra real del viaje. Todo el mundo fuma
dentro (en el Sur rigen otras reglas). Negras culonas, negros culones, jóvenes
lugareños buscando ligar, un par de tipos con sombrero tejano. Todos se lanzan
a bailar. A excepción de una pareja de japoneses y nosotros, el ambiente es de
lo más auténtico y amigable. La camarera nos regala souvenirs, el dueño
(blanco) habla locuazmente y nos invita a que recomendemos visitar Greenville a
nuestros amigos de España. La hospitalidad sureña en todo su esplendor.
Hospitalidad que también sentimos en Holly Ridge, un poblado casi abandonado al que se llega por un
camino de tierra. Nadie iría hasta un lugar así —de hecho, poca gente va— si no
fuera porque está enterrado Charley
Patton, el fundador del Blues del Delta, una de las figuras clave de la
historia del blues. Un hombre negro desde el tractor nos va indicando
amablemente cómo encontrar la tumba, tarea difícil porque las lápidas están
diseminadas por el campo. Mucho me temo que somos las únicas personas que verá
en el día. En Moorhead otra
simpática mujer, en este caso blanca, nos explica la historia ‘donde
el sureño se cruza con el perro’, intersección de ferrocarriles a la que se
dirigía W.C Handy, ‘The Father of Blues’, antes de tener su famoso encuentro
con el blues en la estación de Tutwiler,
que también visitamos. La epifanía del blues está grabada en la tierra. Los
lugares del Delta son tranquilos y solitarios. Gracias al Mississippi Blues Trail están todos
señalizados, lo cual facilita mucho la visita al turista arqueológico (cosa que
no pasa en Nueva Orleans, por ejemplo). Sus habitantes se sienten orgullosos de
su pasado y no tienen problema en pararse a hablar contigo y contarte mil historias. Nos desviamos de la Ruta
61 para coger la Carretera 49. Pasamos por Indianola, ciudad de nacimiento de
B.B King y cerca de Morgan City, uno de los tres lugares donde parece estar
enterrado Robert Johnson.
La 49 lleva hasta Ruleville, donde se toma un desvío en dirección
a Cleveland. A medio camino entre ambas poblaciones está uno de los santuarios
del blues: la Plantación Dockery. Una mística
soledad se deja sentir en cada una de las cabañas que aún se mantienen en pie,
pero al mismo tiempo, en sus carcomidas maderas parecen resonar ecos del
pasado, gemidos de guitarra de sus antiguos e ilustres pobladores (el citado
Charley Patton entre muchos otros). Allí nació el blues. Muy cerca, otro de los
puntos calientes, la Prisión de Parchman, por donde pasaron —muy a
su pesar— bluesmen como Son House. Tiro algunas fotos y al instante viene el
coche del sheriff del que se baja un imponente negro que me sugiere amablemente
que me vaya de allí. La
Mississippi State Penitentiary aún es la cárcel estatal y no
está permitido fotografiarla. Salimos pitando. Siguiendo hacia el norte por la
49, nos acercamos al centro neurálgico del Blues del Delta, su capital
histórica: Clarksdale. Antes de
entrar, el cruce entre la 49 y la 61 es donde la mitología sitúa el lugar donde
Robert Johnson vendió su alma al diablo. Clarksdale tampoco tiene mucha
animación callejera; además el día que lo visitamos, domingo, parecía un poco
muerto: hasta restaurantes y clubes permanecían cerrados. Sin embargo está
lleno de símbolos del blues: varios museos, juke-joints, las primeras emisoras
que radiaron blues rural. Dos destacan por encima del resto.
Cabaña del Shack Up Inn |
El Hotel Riverside,
un antiguo hospital para negros donde murió Bessie Smith en 1937. Sirvió de
casa para muchos bluesmen de la zona y era el alojamiento favorito de las
estrellas que tocaban en la ciudad, Duke
Ellington entre ellas. Frank Ratliff, el hijo del dueño original, historia viva
del blues, nos lo cuenta mientras se fuma un cigarrillo con la mirada perdida
en el infinito. Una mirada que encierra en cierto modo esa tristeza y añoranza
característica del Blues del Delta. Otro de los hitos es la Plantación Hopson, a las afueras, la
primera que empezó a utilizar maquinaria en lugar de mano de obra para recoger
algodón. Hoy es el Shack Up Inn, una
especie de casa rural donde las
habitaciones son las antiguas cabañas de los aparceros. La decoración es de
época —sencilla y austera— pero tienen todas las comodidades. De hecho,
algunas ofrecen piano y/o guitarra. Menos
mal que en la mía había guitarra porque no sé tocar el piano. La recepción es
la antigua fábrica reconvertida también en juke-joint. Si tu cuerpo resiste las
picaduras de mosquitos, es una de las experiencias más recomendables de la Ruta
61. Debido a la mecanización de los campos muchos bluesmen tuvieron que emigrar
al norte. Y en dirección al norte fuimos, no sin antes pasar por la Plantación
Stovall, donde vivió Muddy Waters hasta que fue descubierto por Alan Lomax.
Memphis train
Dos de las figuras
musicales más asociadas a Memphis, Elvis Presley y B.B King, nacieron en
Mississippi. En concreto, Elvis vino al mundo en la localidad de Tupelo, pero de
adolescente se mudó a Memphis. En 1957 compró una mansión que hoy en día
constituye el mayor reclamo turístico de Estados Unidos, solo superado por la Casa Blanca. Ir a Graceland —primer museo que vistamos en todo el viaje— es como entrar en un parque de
atracciones. Turistas por doquier, largas colas, autobús interno, once tiendas
de recuerdos (confirmado por una dependienta), restaurantes y hoteles
temáticos… El mito en toda su plenitud. Reconozco que en un principio me mostré
un poco reacio, ya que después del Delta, solo buscaba autenticidad, pero hay
que admitir que es una visita obligada que no decepciona. Más allá del lugar de
peregrinaje para fans, de las excentricidades como techos de vinilo, de sus
ponis, de su colección de Cadillacs o de sus dos aviones privados, Graceland es
un templo del rock, indispensable para entender la figura de Elvis. Especialmente
interesante, Meditation Garden, el
jardín mortuorio donde está enterrado junto a su padre, su madre y su abuela
(que por cierto vivió más que todos ellos). Trámite
cumplido.
Pero la autenticidad en Memphis tiene un nombre: Stax Records. En el barrio sur,
Soulville, en el cruce entre McLemore y College, se encuentra el único Museo
Nacional del Soul que existe en Estados Unidos. Tomando como punto de partida
el gospel, los espirituales, el blues y el rythm’n’ blues, el museo explica la
evolución de la música negra hasta convertirse en soul. Louis Jordan lo sintetiza en una frase: “los
músicos de jazz tocan para ellos mismos, yo toco para la gente”. Los artistas,
los primeros sellos, los discos. Si por algo se caracteriza el sonido Stax es
por sus arreglos de viento, The Memphis Horns, una agrupación blanca que dio
carácter y personalidad al sonido de los músicos negros. Cuando alguien
traspasaba la puerta de Stax las diferencias raciales se olvidaban. En ese
clima de creatividad se gestaron algunos de los hits más universales del
género. Los primeros compases resuenan en mi cabeza durante toda la visita… “Sittin’
in the morning sun I’ll be sittin’ when the evening comes…” La carne
de gallina al entrar en la sala de grabación donde Otis Redding inmortalizó la
canción. Uno de los momentos álgidos del viaje, sin duda. Pero allí se
registraron otros muchos éxitos de gente como Rufus Thomas, Ike and Tina Turner
o Sam and Dave. Entre las curiosidades, se exhibe el único oscar concedido a un
músico de color, Isaac Hayes por la
BSO de Shaft.
Letreros en Beale Street |
Si hablamos de éxitos, los que salieron de Sun Studios, cerca del Downtown, ‘el
lugar de nacimiento del rock’n’roll’ según ellos mismos dicen. La visita es
bastante más pobre que Stax, sobre todo porque solo se puede entrar en la sala
principal del estudio, pero el componente mitómano supera cualquier expectativa.
Hacerse una foto con el micro con el que grababa Elvis no tiene precio. Por lo
demás, recuerdos y fotos personales de los músicos que pasaron por allí. Carl Perkins, Jerry Lee Lewis,
Johnny Cash y cómo no, Elvis. Tras el Orpheum Theatre, y otra estatua, también de Elvis, comienza una de las
calles más famosas de Memphis, Beale
Street, en su día centro neurálgico del blues. Aquí vivió W.C Handy, una
plaza con su estatua lo recuerda. Actualmente está plagado de garitos más o
menos interesantes. Uno de los más visitados es el de B.B King justo en la
esquina con Second Street. Esa noche coincidió una banda de chicos blancos
rockeros. La acústica es una de las más perfectas que he oído en mi vida. Personalmente
me llamaron la atención las tiendas de regalos, bastante originales más allá
del souvenir hortera. En una de ellas, tras comprar varias postales de viejos
bluesmen, me quedé charlando con el dependiente hasta la hora del cierre. Le sorprendía
ver turistas españoles, decía que no solía haber muchos por la zona. El tipo de
turista que suele llenar los juke-joints de Beale Street es norteamericano. En
uno de ellos, descubrimos a David
Bowen, un poliinstrumentista con voz de terciopelo que nos regala un
emotivo Sittin’ on the dock of the bay
en la última noche allí. Dos detalles curiosos de Memphis: Main St, con sus
tranvías, comercios y cafeterías, debe de ser de las pocas calles peatonales
que hay en Estados Unidos. En lo extramusical, la ciudad pasó a la historia de
las luchas raciales porque en el Morraine
Motel fue asesinado Martin Luther King en 1968. Hoy es el Museo de los
Derechos Civiles. Dejamos el coche. El último tramo de la Ruta 61 lo haremos
sobre raíles: Memphis night train to Chicago.
Sweet Home Chicago
“Desde las tierras de
California a mi dulce hogar, Chicago”, cantaba Robert Johnson en uno de los
blues que define la ciudad. Después de una noche entera de viaje en un vagón
cama, con las experiencias (y el cansancio) acumulados, llegar a Chicago es
como entrar en la tierra prometida. Eso debieron de pensar todos los músicos
sureños que hasta allí fueron. Chicago es una ciudad excitante, con uno de los
skylines más espectaculares del mundo. En lo arquitectónico fue la “inventora
de los rascacielos” y desde hace décadas es la que marca tendencias en las
nuevas corrientes de diseño y construcción. Tiene tantas referencias culturales
que es imposible abarcarlas todas. Harían falta meses. Musicalmente, Chicago,
como gran urbe, ofrece una variedad apabullante. Pocos saben, por ejemplo, que
el house proviene de allí. Sin embargo los dos estilos más característicos son el
blues y el jazz. Casi todo el jazz de Nueva Orleans se grabó en Chicago, donde
desde los años 20 se instauró una potente industria discográfica, así como una
amplia red de clubes al amparo, en muchos casos, de la mafia. Músicos como
Benny Goodman o Bix Beiderbecke fundaron el llamado ‘estilo Chicago’, donde el
ímpetu sonoro de los pioneros de Nueva Orleans se encamina hacia un tipo de
jazz más arreglado y sutil.
El Green Mill, en
la zona norte, ejemplifica a la perfección el ambiente humeante de los speakeasys de época. De hecho, un altar
recuerda a Al Capone como uno de sus ilustres clientes. Una big band, varios
cantantes, un locutor de radio a modo de presentador, parejas de bailarines…
Todos recuerdan que hubo una época en la que el jazz se podía bailar. En el
Near North, cerca de la Magnificent Mile está Jazz Record Mart, la tienda especializada más grande del mundo.
Vinilos polvorientos, CDs y DVDs de todas las categorías, libros, pósteres,
hasta gramolas para escuchar los antiguos 78 rpm. Pasear por las avenidas de
Chicago es sentirse parte del famoso musical que toma su nombre de la ciudad, o
de una película de los Blues Brothers. Casi todos los afroamericanos que llegaron
a Chicago se asentaron en la zona sur, uno de los mayores guetos negros del
país. No es aconsejable entrar a ciertas horas si eres blanco. Hay visitas en
autobús pero solo se realizan 3 ó 4 veces al año. A nosotros no nos coincidió. Una
parte de la zona negra es Bronzeville, donde
se ubicaban todos los clubes y teatros negros. Allí vivieron Louis Armstrong, Muddy
Waters o Howlin Wolf. Precisamente Muddy Waters se pasaba habitualmente por Maxwell Street, la calle en la que el
blues rural se transformó en el blues eléctrico. Hoy está integrada en el
campus de la University of Illinois at Chicago y solo queda una placa que
rememora aquel momento. Y del blues eléctrico al rock’n’roll tan solo hay un
paso. Y ese paso se dio en Chess
Records. (Aconsejable la película Cadillac Records para entender mejor todo lo
que significó Chess.)
Placa de recuerdo en Maxwell Street |
De todos los lugares históricos del blues de Chicago, quizá
South Michigan Avenue 2120, es decir, Chess
Records, represente el punto álgido. Rebautizado como el Willie Dixon’s
Blues Heaven Foundation —en honor al compositor, contrabajista y arreglista de
Muddy Waters— esas cuatro paredes fueron testigo de sesiones antológicas. Para
entrar no hay que hacer grandes colas como en Graceland. Es más, primero tienes
que llamar al timbre. Nos recibe un chico como de unos veintitantos años, con
una gorra de Nueva York y camiseta de Chess Records. Nos lleva a la parte de
arriba, a una sala donde se proyecta un vídeo ya comenzado. Ocho personas en
total. Al acabar el vídeo (en VHS por cierto) empieza a hablar. Nos cuenta la
historia de la discográfica, de las fotos que se exhiben en las paredes. Nos
lleva a la cabina de control. Se le escapa constantemente un “mi abuelo”. Al
final alguien le pregunta. Efectivamente, es el nieto de Willie Dixon, y Chess
Records es una especie de negocio familiar. La visita adquiere otra dimensión. Las
viejas máquinas, las fotografías y las anécdotas son mucho más que un simple
material informativo.
Fernando Jones en el almacén de Chess Records |
Los Rolling Stones fueron a grabar allí en el 64. Hay
bastantes referencias a ellos en su música. Llega Fernando Jones, otro miembro
de la familia Dixon, tío de nuestro ilustre guía. Tiene una academia donde se
dedica a difundir el blues entre los más pequeños. No estaba previsto que
estuviera allí. Al ver que somos pocos nos invita al almacén de abajo, nos va a
dar una sorpresa. Bajamos, aparece la niña de tres años hija del guía, ya
amigo, bisnieta de Willie Dixon. Fernando coge una guitarra firmada por los
Rolling y se pone a tocar blues. Y de repente allí estoy, asistiendo a un
concierto privado en Chess Records con los descendientes de Willie Dixon, con
el espíritu de Muddy Waters flotando en el ambiente. Esto supera cualquier
expectativa mitómana. Fernando explica la historia del blues de Chicago, de los
hollers que llegaron de Mississippi, su propia historia en definitiva. Al
acabar la sesión nos regala sus púas, y nos deja la guitarra para que la
toquemos. Se pone a hablar con nosotros como si estuviéramos en un bar. La niña nos quita la cámara de fotos. Bromeo
con su padre, le ofrezco cambiársela por la guitarra. Casi acepta. Todo por una
hija. Han pasado ya muchas horas. Llega la madre de la criatura. Es hora de
comer. En ninguna guía se habla de esto. Mejor. El viaje por la Ruta 61 no
podía tener un mejor colofón.
Fotos: Manu Grooveman / IsaJMoya
¡Impagable! Con tu permiso lo publico en mi blog.
ResponderEliminarMe ha encantado la entrada.
ResponderEliminarTeneis algúna recomendación de donde dormir en los pueblecitos pequeños que nombrais del delta? Especialmente antes de Clarcksdale? Voy una semana yo solo y me gustaria hacerlo con relativa tranquilidad, parar en todos esos rincones tiene ue ser una maravilla y no me gustaría ir con prisa. Irè de nueva Orleans a Memphis.
Es peligroso para ir solo?
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