viernes, 27 de junio de 2014

Highway 61, la Ruta del Blues: de Nueva Orleans a Chicago

[[En noviembre de 2012 el suplemento El Viajero de El País publicó mi 'Ruta del Blues', un viaje del que ya he hablado en otras ocasiones. Razones comprensibles de extensión y ajuste a la sección hicieron que el texto se redujera casi a la mitad. Algunos me habéis pedido el original. Por si alguno se plantea hacerla o por el mero disfrute de imaginarla, he decidido publicarlo íntegro aquí, con comentarios personales, sugerencias y reflexiones. Espero que os sirva de estímulo para hacer el que es sin duda el MEJOR viaje posible para conocer las raíces de la música estadounidense. 

Sigo tirando de textos de archivo -disculpas por ello- ya que estoy inmerso en el proceso, nada sencillo, de documentación, redacción y adaptación de lo que será el libro de LA MÚSICA ES MI AMANTE. Os mantendré informados. Gracias por la comprensión]]

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Highway 61 a la altura de Memphis

En el imaginario colectivo de todos, la Ruta 66, la carretera Madre de Norteamericana, no tiene rival alguno como icono popular internacional. Sin embargo su “hermana pequeña”, la Highway 61 o Ruta del Blues, no tan conocida —disco de Dylan aparte—,  plantea un recorrido mucho más iniciático. Profundiza en las entrañas de Estados Unidos: en su historia, en su sociedad, en su idiosincrasia y, cómo no, en su música, para explicar mejor que nadie su maravilloso legado cultural. En su trazado está la respuesta a muchas preguntas que aún hoy nos planteamos. Las raíces del blues, del jazz, del soul o del rock se esconden entre su asfalto. Imposible adivinar a dónde vamos sin saber de dónde venimos. Transitar la Ruta 61 es algo más que un viaje…

Louis Armstrong, Martin Luther King, Elvis Presley o Muddy Waters son tan solo algunos de los personajes legendarios que deambularon por estas carreteras para escribir su leyenda. El comercio de esclavos, los derechos civiles, la segregación racial, el éxito o el fracaso… el gran sueño (o pesadilla)  americano en definitiva. La Ruta 61 sigue el curso inverso del no menos emblemático río Mississippi. Desde el Sur al Medio Oeste. Aunque geográficamente empieza en Nueva Orleans para acabar en  Minnesota, tras más de 2.300 kilómetros, la ruta emotivo-musical se desvía unas millas para finalizar irremediablemente en Chicago.

El 8 de agosto de 1922 un mozalbete llamado Louis Armstrong abandonaba su Nueva Orleans natal a bordo del Illinois Center Railroad con rumbo a Chicago. Allí se convertiría en una estrella. La historia del jazz cambió para siempre. En el mismo mes de agosto, pero 90 años después, quise emular ese viaje y experimentar en carne propia todas las sensaciones de aquellos músicos pioneros. Porque no solo fue Armstrong, muchos otros afroamericanos se vieron obligados a dejar su hogar en el Sur para buscarse un mejor porvenir en el Norte. Es un fenómeno conocido como la Gran Migración. Afortunadamente, mis circunstancias personales nada tenían que ver con esa dramática situación, así que después de meses ahorrando y  preparándolo,  la última semana de agosto, junto a mi pareja, me embarqué hacia la primera parada: Nueva Orleans. Aparte de la banda sonora, como compañero inseparable, el fantástico libro The Blues Highway de Richard Knight.




Jazz y el huracán

Inevitable hacerse una imagen previa, pero es peligroso idealizar ciertos lugares. Yo tenía idealizado Nueva Orleans. Muchos libros, películas, series y canciones invitaban a pensar en una ciudad donde la música suena por todas partes. Y en cierto modo es así. Tal vez no la música auténtica que yo estaba buscando, pero música al fin y al cabo. Me alojé al lado del French Quarter, centro turístico por excelencia. Solo había que atravesar Canal Street, con sus tranvías, palmeras y grandes cadenas de hoteles, para llegar a Bourbon Street. Los seguidores de la serie de la HBO, Treme —una magnífica radiografía del Nueva Orleans post-Katrina— habrán visto cómo personajes como DJ Davies denostan sistemáticamente el ambiente hedonista de Bourbon Street por su artificialidad. Estando allí, uno lo entiende todo. La calle es un desfile continuo de turistas borrachos, artistas callejeros, vendedores de ofertas 3x1, coches de policía y todo tipo de personajes curiosos... Debe de ser la única vía pública en todo Estados Unidos donde se puede consumir alcohol sin problema.  Ahora bien, el olor etílico, los restos de basura y otras fragancias más escatológicas producen una sensación de mareo.  No hace falta entrar dentro para oír a las bandas.  Desde fuera las trompetas del jazz se funden con las guitarras eléctricas del rock. Versiones de los Rolling Stones y Bon Jovi a la vez que clásicos como When the Saints go marchin’ in. Locales de comida basura  junto a restaurantes de especialidades sureñas criollas. Sporthouses (puticlubs) al lado de tiendas de souvenirs. Una mezcla extraña, pero pintoresca. En un contexto no muy diferente a este nació el jazz.

Pero el jazz verdadero en el French Quarter, salvo excepciones, es algo residual y sirve tan solo como reclamo turístico. Hay algunos sitios recomendables en Decatur Street, pero los clubes más auténticos están dispersos por la ciudad. Frenchmen Street, al lado del Quarter, ofrece un buen puñado de ellos, como el Spotted Cat donde se juntan bohemios, hippies y residentes. Lo que yo vi fueron bandas y público blancos, apenas negros. Hangin’ on Treme encuentras algunos criollos, pero también blancos de clase media-alta que se han mudado al barrio tras el éxito de la serie. ¿Dónde están los negros en Nueva Orleans? En la rutina del día a día no hay clubes, ni parades, ni entierros, ni animación callejera. En la misa dominical de St Augustine’s Church más de la mitad de los asistentes son turistas, eso sí, la banda del reverendo anima el cotarro como nadie. Así da gusto ir a misa.

Parque Louis Armstrong
Quedarse en lo turístico es llevarse una imagen incompleta, pero cuando uno quiere visitar los lugares históricos del jazz, la ciudad se lo pone difícil. Parece que a Nueva Orleans no le gusta regodearse en su pasado y eso que posiblemente tenga una de las herencias musicales más prolíficas del país.  El famoso Storyville, o el barrio donde nacieron y crecieron los pioneros del jazz, el eje Perdido Street- South Rampart Street en Uptown, están deliberadamente borrados del mapa. Un par de placas de recuerdo y poco más. Ni rastro de los escenarios donde se engendró el jazz. Los intereses especulativos o la dejadez política pueden ser el motivo, aunque el Katrina suele servir como excusa para todo. De lo poco que se conserva es Congo Square, ubicada en el Louis Armstrong Park. Antaño era el único lugar de la ciudad donde los esclavos africanos podían bailar y cantar libremente. Ya no se oyen esos ritmos y melodías que están en la base del jazz, pero por lo menos la plaza se mantiene intacta.

No obstante, nada puede plantar cara en Nueva Orleans a otra sinfonía mucho más atroz: las tormentas tropicales. Viajar a Nueva Orleans de agosto a octubre es hacerlo en época de huracanes. El precio de los billetes de avión se reduce a la mitad —ahora entiendo la razón— pero te expones a los caprichos del tiempo. Y, en efecto, Isaac, el huracán más potente que ha visto la ciudad tras el Katrina, quiso unirse a la ruta en el segundo día de nuestra estancia allí. Población evacuada, toque de queda, inundaciones y dos días de encierro forzoso en el hotel. Para algunos, una experiencia; para mí, una faena. Cambio brusco de planes. La música se apagó, literalmente, porque media ciudad se quedó sin luz. Una semana extra sin poder hacer apenas nada. Aeropuerto, trenes, buses, tranvías, riverboats, museos y por supuesto clubes “cerrados por huracán”. Los turistas se seguían tajando igual en el Quarter pero yo me quedé sin descubrir el jazz de los pioneros, los “apóstoles del soul”, el funk, el hip-hop y el resto de sonidos actuales que, se supone, Nueva Orleans tiene…



La tierra donde nació el blues

Entrar en Mississippi, sobre todo después de la experiencia Isaac, fue todo un alivio. Es como si el tiempo se detuviera. Nada importa más que el hoy y el ahora. La Ruta 61 atraviesa el estado de sur a norte: carreteras rectas por donde apenas transitan coches, inmensos campos de algodón, aldeas recónditas, cabañas de madera, cruces de caminos y plantaciones. El paisaje no debe de ser muy distinto del que vieron los primeros bluesmen. Dejando atrás Woodville, Natchez y Vicksburg llegamos a Greenville, a orillas del río, en la región del Delta, primera parada. A pesar de ser la ciudad más poblada de la zona, su aspecto era de pueblecito tranquilo, no se veía a nadie por la calle, circunstancia que durante la noche resultaba algo amenazante. El atardecer con el Mississippi de fondo nos regala una estampa idílica. En Walnut Street, una especie de paseo de la fama con los grandes del blues, desemboca en el Blues Bar, un juke-joint (garitos para negros) donde vemos a la primera banda negra real del viaje. Todo el mundo fuma dentro (en el Sur rigen otras reglas). Negras culonas, negros culones, jóvenes lugareños buscando ligar, un par de tipos con sombrero tejano. Todos se lanzan a bailar. A excepción de una pareja de japoneses y nosotros, el ambiente es de lo más auténtico y amigable. La camarera nos regala souvenirs, el dueño (blanco) habla locuazmente y nos invita a que recomendemos visitar Greenville a nuestros amigos de España. La hospitalidad sureña en todo su esplendor.

Tumba de Charley Patton
Hospitalidad que también sentimos en Holly Ridge, un poblado casi abandonado al que se llega por un camino de tierra. Nadie iría hasta un lugar así —de hecho, poca gente va— si no fuera porque está enterrado Charley Patton, el fundador del Blues del Delta, una de las figuras clave de la historia del blues. Un hombre negro desde el tractor nos va indicando amablemente cómo encontrar la tumba, tarea difícil porque las lápidas están diseminadas por el campo. Mucho me temo que somos las únicas personas que verá en el día. En Moorhead otra simpática mujer, en este caso blanca, nos explica la historia  ‘donde el sureño se cruza con el perro’, intersección de ferrocarriles a la que se dirigía W.C Handy, ‘The Father of Blues’, antes de tener su famoso encuentro con el blues en la estación de Tutwiler, que también visitamos. La epifanía del blues está grabada en la tierra. Los lugares del Delta son tranquilos y solitarios. Gracias al Mississippi Blues Trail están todos señalizados, lo cual facilita mucho la visita al turista arqueológico (cosa que no pasa en Nueva Orleans, por ejemplo). Sus habitantes se sienten orgullosos de su pasado y no tienen problema en pararse a hablar contigo y  contarte mil historias. Nos desviamos de la Ruta 61 para coger la Carretera 49. Pasamos por Indianola, ciudad de nacimiento de B.B King y cerca de Morgan City, uno de los tres lugares donde parece estar enterrado Robert Johnson.

La 49 lleva hasta Ruleville, donde se toma un desvío en dirección a Cleveland. A medio camino entre ambas poblaciones está uno de los santuarios del blues: la Plantación Dockery. Una mística soledad se deja sentir en cada una de las cabañas que aún se mantienen en pie, pero al mismo tiempo, en sus carcomidas maderas parecen resonar ecos del pasado, gemidos de guitarra de sus antiguos e ilustres pobladores (el citado Charley Patton entre muchos otros). Allí nació el blues. Muy cerca, otro de los puntos calientes, la Prisión de Parchman, por donde pasaron —muy a su pesar— bluesmen como Son House. Tiro algunas fotos y al instante viene el coche del sheriff del que se baja un imponente negro que me sugiere amablemente que me vaya de allí. La Mississippi State Penitentiary aún es la cárcel estatal y no está permitido fotografiarla. Salimos pitando. Siguiendo hacia el norte por la 49, nos acercamos al centro neurálgico del Blues del Delta, su capital histórica: Clarksdale. Antes de entrar, el cruce entre la 49 y la 61 es donde la mitología sitúa el lugar donde Robert Johnson vendió su alma al diablo. Clarksdale tampoco tiene mucha animación callejera; además el día que lo visitamos, domingo, parecía un poco muerto: hasta restaurantes y clubes permanecían cerrados. Sin embargo está lleno de símbolos del blues: varios museos, juke-joints, las primeras emisoras que radiaron blues rural. Dos destacan por encima del resto.

Cabaña del Shack Up Inn
El Hotel Riverside, un antiguo hospital para negros donde murió Bessie Smith en 1937. Sirvió de casa para muchos bluesmen de la zona y era el alojamiento favorito de las estrellas que  tocaban en la ciudad, Duke Ellington entre ellas. Frank Ratliff, el hijo del dueño original, historia viva del blues, nos lo cuenta mientras se fuma un cigarrillo con la mirada perdida en el infinito. Una mirada que encierra en cierto modo esa tristeza y añoranza característica del Blues del Delta. Otro de los hitos es la Plantación Hopson, a las afueras, la primera que empezó a utilizar maquinaria en lugar de mano de obra para recoger algodón. Hoy es el Shack Up Inn, una especie de casa rural donde las habitaciones son las antiguas cabañas de los aparceros. La decoración es de época —sencilla y austera— pero tienen todas las comodidades. De hecho, algunas  ofrecen piano y/o guitarra. Menos mal que en la mía había guitarra porque no sé tocar el piano. La recepción es la antigua fábrica reconvertida también en juke-joint. Si tu cuerpo resiste las picaduras de mosquitos, es una de las experiencias más recomendables de la Ruta 61. Debido a la mecanización de los campos muchos bluesmen tuvieron que emigrar al norte. Y en dirección al norte fuimos, no sin antes pasar por la Plantación Stovall, donde vivió Muddy Waters hasta que fue descubierto por Alan Lomax.


Memphis train

Dos de las  figuras musicales más asociadas a Memphis, Elvis Presley y B.B King, nacieron en Mississippi. En concreto, Elvis vino al mundo en la localidad de Tupelo, pero de adolescente se mudó a Memphis. En 1957 compró una mansión que hoy en día constituye el mayor reclamo turístico de Estados Unidos, solo superado por la Casa Blanca. Ir a Graceland —primer museo que vistamos en todo el viaje— es como entrar en un parque de atracciones. Turistas por doquier, largas colas, autobús interno, once tiendas de recuerdos (confirmado por una dependienta), restaurantes y hoteles temáticos… El mito en toda su plenitud. Reconozco que en un principio me mostré un poco reacio, ya que después del Delta, solo buscaba autenticidad, pero hay que admitir que es una visita obligada que no decepciona. Más allá del lugar de peregrinaje para fans, de las excentricidades como techos de vinilo, de sus ponis, de su colección de Cadillacs o de sus dos aviones privados, Graceland es un templo del rock, indispensable para entender la figura de Elvis. Especialmente interesante, Meditation Garden, el jardín mortuorio donde está enterrado junto a su padre, su madre y su abuela (que por cierto vivió más que todos ellos). Trámite cumplido.

Pero la autenticidad en Memphis tiene un nombre: Stax Records. En el barrio sur, Soulville, en el cruce entre McLemore y College, se encuentra el único Museo Nacional del Soul que existe en Estados Unidos. Tomando como punto de partida el gospel, los espirituales, el blues y el rythm’n’ blues, el museo explica la evolución de la música negra hasta convertirse en soul.  Louis Jordan lo sintetiza en una frase: “los músicos de jazz tocan para ellos mismos, yo toco para la gente”. Los artistas, los primeros sellos, los discos. Si por algo se caracteriza el sonido Stax es por sus arreglos de viento, The Memphis Horns, una agrupación blanca que dio carácter y personalidad al sonido de los músicos negros. Cuando alguien traspasaba la puerta de Stax las diferencias raciales se olvidaban. En ese clima de creatividad se gestaron algunos de los hits más universales del género. Los primeros compases resuenan en mi cabeza durante toda la visita… Sittin’ in the morning sun I’ll be sittin’ when the evening comes…” La carne de gallina al entrar en la sala de grabación donde Otis Redding inmortalizó la canción. Uno de los momentos álgidos del viaje, sin duda. Pero allí se registraron otros muchos éxitos de gente como Rufus Thomas, Ike and Tina Turner o Sam and Dave. Entre las curiosidades, se exhibe el único oscar concedido a un músico de color, Isaac Hayes por la BSO de Shaft.

Letreros en Beale Street

Si hablamos de éxitos, los que salieron de Sun Studios, cerca del Downtown, ‘el lugar de nacimiento del rock’n’roll’ según ellos mismos dicen. La visita es bastante más pobre que Stax, sobre todo porque solo se puede entrar en la sala principal del estudio, pero el componente mitómano supera cualquier expectativa. Hacerse una foto con el micro con el que grababa Elvis no tiene precio. Por lo demás, recuerdos y fotos personales de los músicos que pasaron por allí. Carl Perkins, Jerry Lee Lewis, Johnny Cash y cómo no, Elvis. Tras el Orpheum Theatre, y otra estatua, también de Elvis, comienza una de las calles más famosas de Memphis, Beale Street, en su día centro neurálgico del blues. Aquí vivió W.C Handy, una plaza con su estatua lo recuerda. Actualmente está plagado de garitos más o menos interesantes. Uno de los más visitados es el de B.B King justo en la esquina con Second Street. Esa noche coincidió una banda de chicos blancos rockeros. La acústica es una de las más perfectas que he oído en mi vida. Personalmente me llamaron la atención las tiendas de regalos, bastante originales más allá del souvenir hortera. En una de ellas, tras comprar varias postales de viejos bluesmen, me quedé charlando con el dependiente hasta la hora del cierre. Le sorprendía ver turistas españoles, decía que no solía haber muchos por la zona. El tipo de turista que suele llenar los juke-joints de Beale Street es norteamericano. En uno de ellos, descubrimos a David Bowen, un poliinstrumentista con voz de terciopelo que nos regala un emotivo Sittin’ on the dock of the bay en la última noche allí. Dos detalles curiosos de Memphis: Main St, con sus tranvías, comercios y cafeterías, debe de ser de las pocas calles peatonales que hay en Estados Unidos. En lo extramusical, la ciudad pasó a la historia de las luchas raciales porque en el Morraine Motel fue asesinado Martin Luther King en 1968. Hoy es el Museo de los Derechos Civiles. Dejamos el coche. El último tramo de la Ruta 61 lo haremos sobre raíles: Memphis night train to Chicago.



Sweet Home Chicago

Desde las tierras de California a mi dulce hogar, Chicago”, cantaba Robert Johnson en uno de los blues que define la ciudad. Después de una noche entera de viaje en un vagón cama, con las experiencias (y el cansancio) acumulados, llegar a Chicago es como entrar en la tierra prometida. Eso debieron de pensar todos los músicos sureños que hasta allí fueron. Chicago es una ciudad excitante, con uno de los skylines más espectaculares del mundo. En lo arquitectónico fue la “inventora de los rascacielos” y desde hace décadas es la que marca tendencias en las nuevas corrientes de diseño y construcción. Tiene tantas referencias culturales que es imposible abarcarlas todas. Harían falta meses. Musicalmente, Chicago, como gran urbe, ofrece una variedad apabullante. Pocos saben, por ejemplo, que el house proviene de allí. Sin embargo los dos estilos más característicos son el blues y el jazz. Casi todo el jazz de Nueva Orleans se grabó en Chicago, donde desde los años 20 se instauró una potente industria discográfica, así como una amplia red de clubes al amparo, en muchos casos, de la mafia. Músicos como Benny Goodman o Bix Beiderbecke fundaron el llamado ‘estilo Chicago’, donde el ímpetu sonoro de los pioneros de Nueva Orleans se encamina hacia un tipo de jazz más arreglado y sutil.

El Green Mill, en la zona norte, ejemplifica a la perfección el ambiente humeante de los speakeasys de época. De hecho, un altar recuerda a Al Capone como uno de sus ilustres clientes. Una big band, varios cantantes, un locutor de radio a modo de presentador, parejas de bailarines… Todos recuerdan que hubo una época en la que el jazz se podía bailar. En el Near North, cerca de la Magnificent Mile está Jazz Record Mart, la tienda especializada más grande del mundo. Vinilos polvorientos, CDs y DVDs de todas las categorías, libros, pósteres, hasta gramolas para escuchar los antiguos 78 rpm. Pasear por las avenidas de Chicago es sentirse parte del famoso musical que toma su nombre de la ciudad, o de una película de los Blues Brothers. Casi todos los afroamericanos que llegaron a Chicago se asentaron en la zona sur, uno de los mayores guetos negros del país. No es aconsejable entrar a ciertas horas si eres blanco. Hay visitas en autobús pero solo se realizan 3 ó 4 veces al año. A nosotros no nos coincidió. Una parte de la zona negra es  Bronzeville, donde se ubicaban todos los clubes y teatros negros. Allí vivieron Louis Armstrong, Muddy Waters o Howlin Wolf. Precisamente Muddy Waters se pasaba habitualmente por Maxwell Street, la calle en la que el blues rural se transformó en el blues eléctrico. Hoy está integrada en el campus de la University of Illinois at Chicago y solo queda una placa que rememora aquel momento. Y del blues eléctrico al rock’n’roll tan solo hay un paso.  Y ese paso se dio en Chess Records. (Aconsejable la película Cadillac Records para entender mejor todo lo que significó Chess.)

Placa de recuerdo en Maxwell Street

De todos los lugares históricos del blues de Chicago, quizá South Michigan Avenue 2120, es decir, Chess Records, represente el punto álgido. Rebautizado como el Willie Dixon’s Blues Heaven Foundation —en honor al compositor, contrabajista y arreglista de Muddy Waters— esas cuatro paredes fueron testigo de sesiones antológicas. Para entrar no hay que hacer grandes colas como en Graceland. Es más, primero tienes que llamar al timbre. Nos recibe un chico como de unos veintitantos años, con una gorra de Nueva York y camiseta de Chess Records. Nos lleva a la parte de arriba, a una sala donde se proyecta un vídeo ya comenzado. Ocho personas en total. Al acabar el vídeo (en VHS por cierto) empieza a hablar. Nos cuenta la historia de la discográfica, de las fotos que se exhiben en las paredes. Nos lleva a la cabina de control. Se le escapa constantemente un “mi abuelo”. Al final alguien le pregunta. Efectivamente, es el nieto de Willie Dixon, y Chess Records es una especie de negocio familiar. La visita adquiere otra dimensión. Las viejas máquinas, las fotografías y las anécdotas son mucho más que un simple material informativo.

Fernando Jones en el almacén de Chess Records
Los Rolling Stones fueron a grabar allí en el 64. Hay bastantes referencias a ellos en su música. Llega Fernando Jones, otro miembro de la familia Dixon, tío de nuestro ilustre guía. Tiene una academia donde se dedica a difundir el blues entre los más pequeños. No estaba previsto que estuviera allí. Al ver que somos pocos nos invita al almacén de abajo, nos va a dar una sorpresa. Bajamos, aparece la niña de tres años hija del guía, ya amigo, bisnieta de Willie Dixon. Fernando coge una guitarra firmada por los Rolling y se pone a tocar blues. Y de repente allí estoy, asistiendo a un concierto privado en Chess Records con los descendientes de Willie Dixon, con el espíritu de Muddy Waters flotando en el ambiente. Esto supera cualquier expectativa mitómana. Fernando explica la historia del blues de Chicago, de los hollers que llegaron de Mississippi, su propia historia en definitiva. Al acabar la sesión nos regala sus púas, y nos deja la guitarra para que la toquemos. Se pone a hablar con nosotros como si estuviéramos en un bar.  La niña nos quita la cámara de fotos. Bromeo con su padre, le ofrezco cambiársela por la guitarra. Casi acepta. Todo por una hija. Han pasado ya muchas horas. Llega la madre de la criatura. Es hora de comer. En ninguna guía se habla de esto. Mejor. El viaje por la Ruta 61 no podía tener un mejor colofón.



Fotos: Manu Grooveman / IsaJMoya



20 comentarios:

  1. ¡Impagable! Con tu permiso lo publico en mi blog.

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  2. Me ha encantado la entrada.
    Teneis algúna recomendación de donde dormir en los pueblecitos pequeños que nombrais del delta? Especialmente antes de Clarcksdale? Voy una semana yo solo y me gustaria hacerlo con relativa tranquilidad, parar en todos esos rincones tiene ue ser una maravilla y no me gustaría ir con prisa. Irè de nueva Orleans a Memphis.
    Es peligroso para ir solo?

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