"Well, my mother told my father,
just before I was born,
'I got a boy child's comin', He's gonna be a rollin stone"
'Rolling Stone'
[Mi madre le dijo a mi padre antes de que yo naciera 'voy a tener un niño', será un desarraigado]
Cerró los ojos. De repente se imaginó en la gran ciudad caminando por sus inmensas avenidas, llenas de coches, de esbeltas farolas de luces multicolor y de gente yendo de un lado a otro. El bullicio continuo de los paseantes, el ruido ensordecedor de las bocinas, los gritos chillones de los vendedores callejeros, el bramar de los puños que se chocan en la pelea, o, lo que es peor, el estruendo de las balas en un ajuste de cuentas entre bandas rivales. ¿Realmente esa era la tierra prometida? Posiblemente no, pero hay una cosa clara, ese paisaje urbano, más propio del infierno -inhóspito, cruel, inhumano, autocomplaciente- iba a tener una banda sonora única: el blues. Pero no un blues cualquiera, sino amplificado...
Soñar con la gran ciudad no era algo ajeno para un bluesmen del Delta de Mississippi. Allí las oportunidades eran escasas. Quien más y quien menos, en algún momento, se había imaginado triunfando en Chicago, en Nueva York, o a lo sumo en Memphis. Sin embargo, esa gran ciudad miraba con desdén cualquier expresión que viniera del sur. Solo necesitaba su mano de obra. No sentía el más mínimo interés por los acordes acústicos del blues tradicional. Una indiferencia típica de los años previos a la Segunda Guerra Mundial. En esa época, el swing dominaba la vida nocturna. Blancos y negros acudían a las salas de fiestas para dejarse seducir por los ritmos calientes de las big bands de jazz.
"Deben ser los tres minutos de música más perfectos que he oído en mi vida"
¿Qué hace que un estilo sea ese estilo y no otro? ¿Cuáles son los elementos definitorios? ¿Cómo se forman y evolucionan? ¿Cómo distinguirlos? ¿Quién lo establece? En definitiva, ¿qué hace que el jazz sea jazz?. No es fácil la respuesta, ya que las fronteras entre estilos, a menudo, son livianas. No hay una línea divisoria -ni estilística, ni temporal- que dilucide con claridad el jazz, el ragtime, el blues o los espirituales, por ejemplo. Aunque cada uno de ellos tiene su propia personalidad, la historia pone de manifiesto que no siempre resulta tan evidente separarlos en la práctica. Y eso que la teoría -en principio- no admite dudas. Luego están las mezclas de estilos; otro cantar... De hecho, el jazz surge de esa mezcla. Pero si hay un rasgo característico, ineludible, definitivo y universal que distingue al jazz de otros estilos ese es la improvisación. Tanto en su vertiente colectiva, asociada al estilo de Nueva Orleans, como en los desarrollos solistas posteriores.
¿Quiere esto decir que hasta el jazz nadie improvisaba?. En absoluto. Si recurrimos al diccionario musical, la improvisación se define como la interpretación y composición de la música de forma simultánea. Por tanto, es de suponer que ya existía improvisación mucho tiempo antes, como por ejemplo las polifonías de los monjes medievales o cierta melodías de los cantantes barrocos que no estaban en la partirura. Hasta los grandes nombres de la música clásica como Mozart, Händel, Beethoven o Bach improvisaban. Pero no hay manera de documentar esas improvisaciones, porque no están recogidas en ninguna partitura. No ha llegado hasta nosotros. Sin embargo con el jazz es diferente. Surge en un momento histórico donde la tecnología nos permite apreciar esas improvisaciones. Quedan registradas en las grabaciones.
En un primer momento, de manera muy rudimentaria en los cilindros, luego en los discos de pizarra y más adelante en los vinilos. El jazz -al igual que ocurre con el blues- es una forma de expresión espóntanea, natural y por consiguiente improvisada. Y en el proceso de que la improvisación adquiera entidad propia hasta el punto de convertirse en enseña del lenguaje del jazz, hay una figura que destaca por el encima del resto; un músico que consigue convertir el jazz en una forma de arte no conocida hasta entonces. Ni Buddy Bolden, ni Jelly Roll Morton, ni Joe 'King' Oliver lo lograron previamente. La persona que elevó el jazz a las cotas más altas de la expresión musical fue Louis Armstrong, quien demostró por primera vez -como bien apunta el crítico Gary Giddins- que una
improvisación puede ser tan "coherente, imaginativa, satisfactoria
emocionalmente y durarera como una pieza de música escrita".
Sin embargo, antes de aproximarse a la figura de Louis Armstrong como icono cultural hay que resolver algunos conflitcos. Según Ted Gioia, para comprender su papel "como innovador en el jazz y no como un simple
hombre-espectáculo es necesario mirar más allá de los aspectos
superficiales de su fama y profundizar en su obra". Esa obra no es precisamente la que hizo bajo el protectorado de King Oliver y su Creole Jazz Band, donde era uno más de la banda, aunque ya apuntaba maneras como músico de increíbles cualidades. El camino se inició ahí tal vez, pero evolucionó en Nueva York, en la orquesta de Fletcher Henderson y culminó con las historicas grabaciones de los Hot Five y los Hot Seven, realizadas cuando regresó a Chicago en la segunda mitad de la década de los años 20. Pero vayamos por partes...
Cuando soplaba el viento, algo bastante habitual, los habitantes de Juazeiro literalmente masticaban polvo. Todas las casas estaban construidas de ladrillo y apenas había calles pavimentadas. Por mucho que las mojasen para refrescarse, el calor era insoportable. Y eso que el caudaloso río Sâo Francisco bañaba la ciudad. Aunque también se inundaba a menudo y convertía Juazeiro en un arenal. En estas condiciones no abundaba la vegetación. Los cactus sudaban para crecer. Uno de los pocos sitios arbolados estaba en la plaza.
La plaza de Matriz de Juazeiro tomaba su nombre de la iglesia matriz de Nossa Senhora das Grotas, aunque los chiquillos, bromistas ellos, la habían rebautizado con el mote de 'Sinfonía inacabada'. Parece ser que el santuario llevaba toda la vida en obras. El esqueleto de vigas y andamios formaba ya parte de su fachada. Los más viejos del lugar siempre la habían visto de esa manera. El anciano párroco hacía lo que podía con las colectas, pero aún así, tampoco veía culminado su sueño de restaurarla por completo. Y eso que feligreses fieles nunca faltaban.
Uno de los máximos benefactores de las obras de Nossa Senhora era Don Juveniano de Oliveira. Su profundo catolicismo, según cuentan, se debe a que con la única preparación de estudios primarios se había convertido en uno de los comerciantes más prósperos de la ciudad. "La gracia divina", decían. Primero montó una tienda de tejidos, luego se metió en el comercio de los cereales, más tarde se convirtió en propietario de barcas para cruzar el río. De hecho, llegó a poseer su propio islote. A pesar de ese escasa preparación, le gustaba darse aires entre sus conciudadanos. Hablaba de forma pedante y caminaba con porte aristocrático.
Nadie sabe cómo Don Juveniano, viudo de su primer matrimonio, consiguió cautivar a la bella y fina doña Patu para casarse con ella. Doña Patu era una señorita altiva que provenía de una familia influyente de Salvador. Tras el matrimonio se trasladaron a la plaza de la Matriz, donde vivían los ricos, a una casa baja, enorme y repleta de muebles viejos. Allí nacieron todos sus hijos: Dadainha, Vavá, Joâozinho, Vivinha y el benjamín Jovininho. Por si esta prole no bastara, se unió Walter, hijo del anterior matrimonio de Don Juveniano.
"Es imposible llegar a Nueva York y no tener la sensación de que algo maravilloso va a suceder", Duke Ellington.
Y de repente estalló, inundándolo todo. Desde las aceras de Lennox Avenue hasta los rincones más escondidos de cualquier callejón sin salida. Nadie sabe muy bien cómo, ni cuándo, ni porqué. No hay un momento exacto o punto de inflexión. Tal vez como un proceso natural, que se escapa a cualquier análisis. Los sonidos están en el aire, pero también en el alma. Se transportan por una especie de ondas emocionales que trascienden cualquier época o circunstancia. Cuando se produjeron las grandes migraciones desde los estados agrícolas sureños hacia los estados del Norte, mucho más industrializados, dos fueron los focos que recibieron el mayor flujo de población: Chicago, sobre todo su barrio sur, y Harlem en Nueva York.
En 1658, los holandeses fundaron el asentamiento de Nieuw Haarlem, en honor a la ciudad de Haarlem, situado entre la calle 96 y la 125, con el río Hudson como frontera natural. Ya bajo dominio británico fue rebautizada como Harlem. Hasta principios del siglo XX conservaba sus raíces europeas, lleno de iglesias luteranas e inmigrantes blancos del viejo continente. Pero a partir de la Primera Guerra Mundial, el panorama cambió. A los ya mencionados movimientos migratorios, hay que unir un cambio demográfico masivo. Debido a la superpoblación de los pequeños apartamentos de Manhattan, muchos negros decidieron trasladarse a Harlem. Allí formaron una nueva sociedad, no solo como arrendatarios, sino también como propietarios. La conciencia de comunidad y el orgullo de raza empezaban a tomar forma.
El Renacimiento Negro
Algunos autores se refieren a él como 'Renacimiento negro' o 'Renacimiento negro de Manhattan', otros lo llaman directamente el 'Renacimiento de Harlem'. Durante los años 20, Harlem era una especie de tierra prometida para una raza oprimida que, recién liberada de la esclavitud, buscaba reafirmarse. La gran masa de población negra se transformó de obrera agrícola a un proletariado urbano. Se acuñó el término 'nuevo negro' y la incipiente clase media afroamericana comenzó a reclamar su lugar frente a la supremacía blanca. Esto dio como consecuencia un florecimiento de todas las artes (filosofía, poesía, teatro...) con especial atención a la literatura y la música. Harlem se convirtió en el centro de la cultura negra. Anteriormente había intelectuales afroamericanos, pero ahora estaban reunidos en una élite cultural, de intereses comunes, que reflejaba un optimismo con respecto al futuro. La 'Escuela de Harlem' recreaba una Norteamérica negra, tan real como la blanca.
¿Por qué buscar belleza donde no la hay? El blues nace de una tragedia, de un desarraigo. De la tristeza de los antiguos reinos. Del hombre
negro africano, esclavo, que llega a un entorno hostil que ni comprende, ni quiere
comprender. El blues es su forma de adaptarse a él. De
exorcizar sus demonios, sus lamentos y sus angustias para convertirlos en
una especie de expresión poética. Pero una poesía recia, rocosa, dura como la
tierra que se ve obligado a labrar. Puede que haya belleza en ello, pero es otro tipo de hermosura, sin duda, nada convencional. Quien busca refugio en el blues acabará desconcertado. No encontrará sosiego, tampoco
calma, ni si quiera alivio. Porque el blues es convulso. Te agita, te conmueve,
te perturba, pero rara vez te pacifica.
Son tiempos difíciles. Aquí y en todas partes. De puerta a puerta la gente parece buscar una promesa de paraíso que jamás existió. A quién le importa dónde van. Vagan a la deriva suplicando cobijo, trabajo... futuro. Escapar del matadero ¿implicará la felicidad? Los tiempos difíciles arrasarán con todo. Los que aún conservan algo de dinero, más vale que lo aseguren. Los tiempos difíciles están aquí pero pueden durar mucho, toda una vida...
Cuando Skip James escribió 'Hard time killing floor blues' tal vez no sabía que estaba componiendo una oda a la decadencia, a la desazón, a la desesperanza, un himno a los tiempos duros. Era 1931, la crisis del 29 había causado estragos en todo Estados Unidos. Los ricos dejaron de ser tan ricos, los pobres fueron aún más pobres. La Gran Depresión amenazaba con consumir el escaso ánimo que quedaba en la población. El disco fue un absoluto fracaso comercial. Nadie quería que le enfrentaran con sus penurias diarias. La sociedad buscaba evasión en el cine, en los musicales de Broadway, en el jazz de las grandes orquestas, pero nadie necesitaba que le recordaran que los tiempos difíciles puede que no acabaran nunca. Nadie veía en el blues un consuelo a su amarga existencia.
Durante esa época, los negros utilizaban el término killing floor para referirse a un matadero (slaughterhouse), en el sentido literal de la palabra, pero los bluesmen se apropiaron de ese slang y lo llevaron a su imaginería lóbrega, a un estado de aflicción que servía como perfecta metáfora del período que estaban viviendo. Los que emigraron al norte buscando mejores condiciones, pronto descubrieron que el sueño era demasiado efímero. Pasaron de trabajar de sol a sol en la plantación de algodón, para hacerlo en la fábrica de coches o en el peor de los casos, en el matadero, despedazando cuerpos de animales. Una planta mortal donde los anhelos de una vida nueva se desvanecieron.
Creo que he escuchado a Buddy Bolden gritar: "¡abrid esa ventana, que se vayan los malos humos; abrid esa ventana que salga ese aire viciado fuera!". Creo que es lo que escuché a Buddy Bolden decir.
Primero fueron unos leves pinchazos. Después se transformaron en fuertes dolores de cabeza. El alcohol posiblemente no ayudó a solucionarlo. Cuanto más le dolía, más bebía. Mucho más de lo que ya solía hacerlo. No era capaz de poner en orden todas las ideas musicales que asediaban su cabeza. Tenía momentos de depresión donde se culpaba a sí mismo, pero también a sus amigos, y sobre todo, a su corneta. Sentía miedo de su corneta. Inseguro, taciturno y depresivo deambulaba de un sitio para otro, buscando un trago de whisky. Su banda, su familia y sus responsabilidades laborales le superaron. Había sido el Rey. Toda la ciudad le aclamaba. Eran muy pocos en Nueva Orleans los que no habían escuchado el poderoso sonido de su corneta. Incluso desde la otra orilla del río. Muchos músicos querían ser como él. Pero ahora tenía que enfrentarse a otros enemigos y no precisamente musicales. A sus propios fantasmas. A él mismo...
En marzo de 1906, con apenas 29 años, el reinado de Buddy Bolden empezó a decaer. Aparte de las migrañas, comenzó a tener alucinaciones. Ensoñaciones perturbadoras que le atormentaban y regresiones nostálgicas a tiempos mejores. Tal vez en alguno de esos viajes regresara a su infancia, cuando con 4 años su padre le llevó por primera vez a un desfile callejero. O a los momentos de su apogeo, cuando las mujeres se peleaban por llevar la funda de su corneta, por ponerle el pañuelo o por coger su abrigo. Quizá se trasladara a 1900, cuando en la trasera de una barbería dio forma a su primera formación, la banda de Buddy Bolden, la primera orquesta de jazz...
Seguía actuando, pero cada vez era más frecuente que se equivocara en las notas. A finales de marzo de ese 1906, estuvo unos días en cama. Su madre Alice Bolden y su hermana Cora cuidaban de él. Su chica por aquel entonces, Nora Bass -con la que había tenido su hijo primogénito Charles Bolden Jr.-, también le visitaba frecuentemente. En una de esas visitas Nora fue con su madre, Ida Bass. Estaban las cuatro mujeres velándole en la habitación y en mitad de un delirio Buddy se levantó de la cama cogió un jarrón y lo rompió en la cabeza de su suegra. Pensaba que le iban a administrar una droga mortal. Con la ayuda de un médico, las mujeres consiguieron calmarle, pero tuvo que llegar la policía y arrestarle hasta que se le pasó el brote.
"El blues es como el diablo viene y te lanza un hechizo", Lonnie Johnson en 'Devil's got the blues'.
El blues es un lamento íntimo, solitario. Los lugares de los hombres del Delta estaban impregnados de esa soledad: estaciones de tren nocturnas, cabañas de madera perdidas en la plantación o caminos recónditos por donde apenas pasaba gente. No necesitaban a nadie. Su espíritu libre y vagabundo solo les pertenecía a ellos. Como mucho a su guitarra, en el caso de que no fuera robada, claro. Siempre conseguían esfumarse como sanguijuelas de todos los sitios. Unas copas, una discusión o una pelea y se alejaban de las poblaciones para adentrarse en la noche con decisión y misterio. Cerca de la medianoche, en un cruce de caminos cualquiera, aguardaban. Primero unos acordes de su desvencijada guitarra, unas notas de blues para llamar su atención. La espera podía alargarse, pero no había tregua para los temerosos... De repente, como surgido de las profundidades del averno, aparecía él, en forma de sombra nocturna. Les arrancaba la guitarra, la afinaba y empezaba a tocar. Después de un tema se la devolvía. El pacto se había consumado. A partir de ese momento ningún guitarrista podría superarle. El bluesman había vendido su alma a cambio de la genialidad musical.
En la mitología de Mississippi existen muchas leyendas, pero tal vez el ritual de vender el alma al diablo sea uno de los que más haya calado en la cultura popular. Aunque para muchos historiadores y biógrafos sea un episodio anecdótico, testimonial, irrelevante o incluso sonrojante, lo cierto es que para muchos seguidores del blues supone uno de sus grandes atractivos y se producen devotos peregrinajes hacia los supuestos lugares donde estos bluesmen negociaron con Satán. Uno de ellos, tal vez uno de los mayores reclamos turísticos de Mississippi, se encuentra en Clarksdale en la intersección entre la Autopista 61 y la Autopista 49. Allí, se dice, vendió Robert Johnson su alma. Sin embargo, el pacto con el diablo no es ni mucho menos algo solo propio del sur de Estados Unidos...
Ya en el paganismo que prosiguió a la caída del Imperio Romano, en plena expansión del cristianismo, a partir del siglo IV de nuestra era, venían recogidas una serie de rituales considerados maléficos, entre los que se encontraba el pacto con el diablo. En la imaginería cristiana encontramos el mito de Teófilo, un clérigo insatisfecho y desdichado que decide vender su alma al diablo para prosperar. En la Alemania del siglo XVI aparece el mito de Fausto, personaje legenderario - inspirador de multitud de novelas, óperas y películas- que ante la insatisfacción en su vida decide tratar con el diablo. Derivado del mito de Fausto encontramos al diablo Mefistófeles, que según cuenta la leyenda popular alemana era el subordinado de Satanás que se encargaba de capturar almas. En el siglo XIX el famoso violinista italiano Niccoló Paganini pactó con el diablo para convertirse en el mejor músico de todos los tiempos.
(Lista de Spotify recomendada para la lectura: Spanish Tinge)
"If you can't manage to put tinges of Spanish in your tunes, you will never be able to get the right seasoning, I call it, for jazz". Jelly Roll Morton.
[Si no consigues poner aderezos españoles en las melodías, nunca tendrás lo que yo llamo el aliño adecuado para el jazz]
A Jelly Roll Morton nunca hay que tomárselo del todo en serio. Un fanfarrón como él, que aseguró ser el 'inventor del jazz', siempre se guarda un as en la manga. No obstante, tampoco conviene desdeñar a la ligera sus afirmaciones. En 1938, confesó a Alan Lomax que el elemento que servía para separar el jazz del ragtime era el 'matiz español' (Spanish tinge), una de las supuestas características del primer jazz de Nueva Orleans. Como si de una ensalada se tratase, los ingredientes principales del jazz -ragtime y blues- no tendrían sabor sin el consabido aliño español. Pero, ¿a qué se refería exactamente Morton con ese matiz?, ¿tenía que ver con la música española propiamente dicha o era más bien un rasgo musical proveniente de los países de habla hispana? ¿Qué papel jugó 'lo latino' en la aparición del primer jazz? Vamos a intentar ofrecer un resumen de todas las posturas que establecen una importancia directa de ese 'Spanish tinge' en el surgimiento del jazz.
Para el etnomusicólogo Ernest Borneman el jazz americano se desarrolló a partir de la
música criolla de Nueva Orleans (de franceses y españoles), la cual a su
vez era una música latinoamericana que había surgido de una mezcla de
influjos africanos y españoles en las Indias Occidentales y en las islas
del Caribe. Para él, el único jazz verdadero es el de esa influencia
española o latinoamericana. Mientras que la música anglosajona solo
mostraba similitudes armónicas con la africana, la de los españoles y
franceses desplegaba semejanzas en el manejo del ritmo y del timbre.
En primer lugar un pequeño apunte histórico. No debemos olvidar que la ciudad de Nueva Orleans, aunque fundada por los franceses en 1718, estuvo bajo dominio español desde 1765 hasta 1801. Cuentan las crónicas de la época que la administración española fue más eficaz que la francesa. Se construyeron diques de contención, obras portuarias y canales. España también dotó a la ciudad de alumbrado de gas, policía municipal, prensa diaria y otros servicios públicos. Por lo tanto existe un legado español evidente que aún hoy es visible en la ciudad.
"En Nueva Orleans, las bandas de metales tuvieron una influencia decisiva en el jazz. Le dieron su instrumentación, su técnica y su repertorio básico. Su influencia en el primer jazz estaba omnipresente. Para entender el jazz debemos primero adentrarnos en las raíces que nos llevan a la tradición de esas bandas de metales en el siglo XIX". William J. Schaffer. Brass Band and New Orleans jazz.
Rendir homenaje a los muertos es algo propio de todas las sociedades. En la cultura occidental supone un momento de recogimiento, de dolor, de pérdida o de luto. En Nueva Orleans era una fiesta. Posiblemente tenga que ver con la costumbre africana del culto a los antepasados, ya que, a diferencia de otros lugares de Estados Unidos, esa cultura africana logró sobrevivir e integrarse en la ciudad. El entierro de un negro suponía todo un acontecimiento social que podía prolongarse durante varios días y donde había comida, bebida, danzas y como no, música. Concretamente la música de las brass bands.
La moda de las bandas de metales (brass bands) llegó a Estados Unidos de la mano de los colonos ingleses. Cada pueblo tenía su propia banda para amenizar espectáculos circenses, carnavales, medicine shows, picnics, bailes o reuniones sociales. El instrumento estrella era la corneta. Pero también encontramos bandas de influencias barrocas que tocaban los metales al estilo de las iglesias, sobre todo asociados con la Hermandad de Moravia, de larga tradición en el país. En este caso el instrumento principal era el bugle. Por otro lado, estaban las bandas militares que no solo interpretaban marchas sino también lo mejor del repertorio clásico europeo como mazurcas, polkas, valses o cuadrillas.
En el estado de Lousiana, sin embargo, la influencia británica apenas se dejó ver. Allí predominaba la cultura francesa que determinó la europeización de los esclavos y dio lugar a la clasecriolla, de la que tanto hemos hablado. El interés por las brass bands comenzó con el inicio del dominio francés, a partir de 1718, aunque tuvo su apogeo en los albores del siglo XIX, bajo el Imperio napoleónico, donde la popularidad de los desfiles militares traspasaba las fronteras de Francia y llegaba hasta las colonias. Estos desfiles iban siempre precedidos de bandas de metales.
"Calificar sus interpretaciones de 'canciones' es una licencia poética. Son recitativos melismáticos, inquietantes y evocadores, impulsados por su nerviosa guitarra, que emplea sólo el material melódico y armónico más sencillo [...] Quienes quieran descubrir las raíces del blues en la épica de los griots africanos pueden defender sus tesis apoyándose en interpretaciones como éstas". 'Blues, la música del Delta de Mississippi'. Ted Gioia.
Cada cierto tiempo se hace necesario volver al blues; como se vuelve al primer amor. Para comprenderlo, para admirarlo, para respetarlo, para desenterrarlo, para descifrarlo, incluso para degustarlo, pero también para temerlo. Porque el blues no es apto para corazones limpios. La música de aquellos que vendieron su alma al diablo, de aquellos espíritus errantes que claman perdón, de aquellos bebedores impíos que buscan refugio en una guitarra, hace descender a los infiernos tan rápido como da la fama. Aunque el blues también pertenece a los que se encomiendan a Dios. No hay que olvidar la influencia de los espirituales negros. Pero no admite términos medios. O se le venera o se le odia. Y en esta ambivalencia tenemos a Son House, que podría ser la reencarnación de Jesús, si éste hubiera de venir de nuevo al mundo. O quién sabe, quizá la del diablo... Tal vez la de ambos.
Para Son House el blues era una música del diablo. De pequeño, sólo el mero hecho de coger una guitarra le parecía pecado. Nunca tuvo el más mínimo interés en dedicarse a la música. Trabajó recogiendo algodón, como operario de tractor, como chef de cocina, cargando maletas, como obrero, como ganadero... Múltiples ocupaciones en las que siempre usaba sus manos, pero nunca para acariciar un instrumento. De hecho, su técnica era bastante rudimentaria. Sus grandes palmas parecían golpear la guitarra con violencia, aporreándola en un estado de extásis, sometiéndola a su feroz voluntad mientras deslizaba con determinación el bottleneck a lo largo del mástil. Un simple acorde la bastaba para toda la canción. No necesitaba más.
Con la voz parecía estar recitando un salmo del Antiguo Testamento, un inquietante sermón que no dejaba indiferente a nadie. Escuchar la autobiográfica 'Preachin' the blues', uno de sus temas más famosos, no deja de ser una experiencia pertubadora, donde asemeja el blues con una homilía. Aquí se debate entre lo sagrado y lo profano. Él mismo solía pedir al público que eligieran entre Dios o el Demonio, porque ambos eran incompatibles para llevar una vida plena. Sin embargo a veces, su actitud contradictoria, hacía que se transfomara en un predicador que denunciaba las perversiones del blues. En otras ocasiones, sin embargo, se convertía en un bluesmen que ridiculizaba a la Iglesia.
"Pronto, un sincopado lamento musical se elevó sobre la fétida atmósfera de los sótanos de los salones; sobre el humo maloliente del vomitivo licor de barrelhouse, sobre los nidos de chusma y sobre los lujosos mármoles y adornos dorados de las casas públicas. Pero esta cínica melodía no satisfacía las necesidades de las bestias lujuriosas que habitaban en cada hombre. A duras penas compensaba la melancolía y la tragedia de aquellos moradores de la noche. El jazz era una contrapartida a sus pasiones, un telón de fondo esencial de toda la escena.", Robert Goffin, 'Jazz from the Congo to the Metropolitan', 1946.
A principios del siglo XX, Storyville era uno de los puntos más calientes de Nueva Orleans. Al caer la noche, surgía una nueva ciudad, una atmósfera sofocante de vicio y perdición donde borrachos, putas y chulos se entremezclaban. Los placeres ilícitos emergían con los primeros rayos de luna y se fundían con los destellos de los neones. Las 'casas de citas' se multiplicaban por cada esquina y las trabajadoras de la calle debían esforzarse por atraer a sus presas. Había mucha clientela, pero también mucha competencia. El alcantarillado brillaba por su ausencia. Las estrechas calles sin asfaltar del distrito rojo, apenas alumbradas por la tenue luz de las farolas de gas, se convertían en un hervidero de gente. Cuando llovía o subía el nivel del mar, se embarraba todo. En un intento de contrarrestar los hedores de la zona más pantanosa (y bulliciosa) de la ciudad, y con el ánimo puesto en acaparar candidatos, las prostitutas empezaron a utilizar una fragancia de jazmín (jasmine). Ya en ciertos ambientes populares eran conocidas como jazz-belles.
El cliente que abandonaba el burdel, aún impregnado del aroma de la pasión del perfume de jazmín, se decía que estaba "jassed". A los músicos que tocaban el piano en esos burdeles - Jelly Roll Morton, sin ir más lejos,- se les pedía que lo hiceran en un estilo "jassed", es decir, sexy, para que pudiera inspirar los bailes de las meretrices y satisfacer al personal masculino. Incluso los dueños de los prostíbulos, en la puerta de sus establecimientos anunciaban a esos músicos en grandes carteles que rezaban 'Jass music', con el objeto de llamar la atención de los transeúntes. Algún niño travieso se encargó de borrar la 'j' inicial para que se quedara en 'ass music' (música de culo), hecho que obligó a los dueños a sustituirlo definitivamente por jazz.
De entre las múltiples teorías que intentan explicar el origen de la palabra 'jazz', la del perfume de jazmín tal vez sea la más inverosímil, pero al mismo tiempo una de las más cautivadoras y sensuales. En general las tesis que hacen referencia al carácter decadente de la ciudad son las menos consistentes, las más fantasiosas, o incluso las más descabelladas, pero también resultan las más sorprendentes e innovadoras. Porque al fin y al cabo, algo que había nacido allí, en los prostíbulos de Storyville, ¿por qué no podía tomar su nombre de allí?
Es cierto que ninguno de los músicos negros pioneros admite haber escuchado la denominación 'jazz' en su ciudad durante esos primeros años. Todos hablaban de ragtime. Tampoco existen pruebas testimoniales concluyentes; las evidencias son escasas y los autores que las defienden, casi unos marginados, pero mientras la música jazz no se convierta en matemática o se hallen teorías físicas para catalogar los solos de Louis Armstrong, cualquier versión es, cuanto menos, digna de mención...
El jazz es una celebración, un rito, una alegoría. Nació en las postrimerías del nuevo siglo (el s.XX) en una ciudad portuaria y bulliciosa como Nueva Orleans, de la unión de diversos estilos e influencias previas. De África, América y Europa. Esa mezcla tan característica (y compleja), consustancial al estilo, fruto de un paulatino y silencioso proceso de evolución, desencadenó en lo que actualmente conocemos como jazz. Sin embargo el término propiamente dicho no tiene un origen tan claro como la música.
En los años 20, por ejemplo, la palabra se identificaba fundamentalmente solo con músicos blancos. Paul Whiteman era denominado como 'King of Jazz'. Aunque el fanfarrón más famoso de su historia, Jelly Roll Morton, aseguraba que él ya utilizaba el término 'jazz' desde 1902. Pero a oídos del público norteamericano pioneros como él, como Louis Armstrong o Joe 'King' Oliver practicaban música hot, no jazz. Inmediatamene, por tanto, surgen cientos de preguntas sobre la difusa procedencia del término...¿Cuándo empezó a usarse la palabra 'jazz'?, ¿de dónde procede? ¿quién lo hizo por primera vez? ¿en qué contexto?
A las múltiples teorías que intentan dar respuesta a estos interrogantes hay que unir las fuentes poco fidedignas, relatos cuasi mitológicos e historias del folclore popular, con poca base lingüística. Aún así, existe toda una literatura de investigación que pretende arrojar luz al misterioso origen de la palabra jazz. Las propuestas son tan variadas como pintorescas. Desde las diversas connotaciones sexuales del término, a las referencias a personajes de leyenda, reminiscencias africanas, derivaciones del dialecto criollo patois o del slang de los bajos fondos hasta incluso orígenes divinos.
"Érase una vez una hermosa muchacha y un joven muy apuesto que se enamoraron, se casaron y formaron una pareja maravillosa que Dios bendijo con un precioso hijo varón de 3 kilos y 900 gramos. Quisieron muchísimo al pequeño, lo cuidaron con celo, lo protegieron y lo mimaron. Lo llevaban en palmitas y le daban todo cuanto se le antojaba. Por fin cuando el niño tuvo unos siete u ocho años, dejaron que sus pies se posaran en la tierra. Lo primero que hice fue correr por el jardín hasta la cerca y salir a la calle. Alguien me dijo 'Adelante, Edward, por aquí'. Una vez cruzada la calle otra persona dijo 'gira a la derecha y continúa recto, ¡no tiene pérdida!' Y así ha ido sucediendo desde entonces... "
Aunque pueda parecerlo en una primera instancia, no es el inicio de un cuento de hadas, sino la autobiografía de uno de los más grandes músicos de jazz de todos los tiempos. Elegante a la vez que discreto; apuesto y eternamente sonriente; dado por igual a la grandilocuencia, a la mesura, a la prudencia y a la corrección. Amigo de lo popular y del reconocimiento de las multitudes aunque profundamente receloso de su vida interior. Tímido, educado, señorial, obstinado... se convertiría, por derecho propio, en uno de los compositores mas prolíficos y reconocidos de la historia del jazz. Un genio... Aclamado y encumbrado en todo el mundo, muy pocos, en realidad, llegaron a conocerle más allá; el personaje público eclipsó por completo su personalidad individual. Él, además, se encargó de escribir su biografía en la medida de sus intereses.
El 29 de abril de 1899 nacía en un tranquilo vencidario de clase media negra, al noroeste de Washsington D. C., Edward Kennedy Ellington. Su padre, James Edward Ellington, trabajaba de mayodormo para un médico adinerado de la ciudad, llegando incluso a hacer algún encargo para la Casa Blanca. Un hombre modesto que actuaba como si fuera rico. "Gastaba y vivía como un hombre rico y cuidaba de su familia como si fuese millonario", diría Ellington años más tarde.
Convictos de Parchman dirigiéndose al campo de trabajo
En Mississippi nada es lo que parece. O mejor dicho, todo es lo contrario de lo que parece. Durante los años 20 y 30, la tierra que vio nacer el blues albergaba el dudoso honor de ser el estado más pobre y subdesarrollado de Estados Unidos. Tenía la renta per cápita más baja, menos de la mitad de la media. Raro era encontrarse un hogar con teléfono, radio o vehículo motorizado. De hecho, en 1937 tan sólo el 1% de las granjas contaba con electricidad. Aquél que se adentraba en la extensa llanura aluvial (la región del Delta) delimitada por los ríos Mississippi y Yazoo se topaba con una sociedad arcaica y esclavista, como si de repente el Tercer Mundo se hubiera asentado en pleno corazón americano.
Sin embargo, la música que emanó de allí ha llegado a todos los confines del mundo y ha influido decisivamente en gran parte de los estilos populares del siglo XX. Si el blues hubiera sido un bien tangible como el petróleo o el algodón, Mississippi podría haberse convertido, sin lugar a dudas, en el estado más rico y rentable.
Aunque la sobrecogedora realidad del Delta mostraba otra cara. La división racial era más evidente entre el campo y la ciudad. Los blancos duplicaban a los negros en los centros urbanos; los esclavos les quintuplicaban en las plantaciones. Apenas participaban de la vida de la ciudad, aunque paradójicamente la experiencia cultural pertenecía a ellos, de una manera primitiva, cruda y austera. A diferencia del estilo eléctrico de Chicago o de los grandes combos de Memphis o Detroit posteriores, los bluesmen del Delta solo se hacían acompañar por un único instrumento: la guitarra.
Mientras que en el resto del país, las grandes estrellas del jazz, del swing, del vodevil o incluso las cantantes de blues clásico, actuaban ante fervorosas audiencias, en recintos -más o menos honorables- destinados para ello, en Mississipi tal concepto simplemente no existía. No había salas de conciertos, ni conservatorios, ni teatros. Tocando la guitarra en cualquier barrelhouse se podían ganar unos cuantos dólares y algunas copas gratis (más que recogiendo algodón) pero nadie hacía carrera de ello. Ninguno de los hombres del Delta se dedicaba en exclusiva a la música.
Ojalá todo hubiera sido un sueño. Una mágica ensoñación como una bruma fina y dispersa que lo envolvió repentinamente para llevárselo antes de lo previsto. Entre lo trágico y lo divino, entre lo mísero y lo romántico, entre lo culto y lo popular, entre la tradición clásica europea y la raíz afroamericana. De alma frágil, corazón débil y semblante pálido, casi moribundo. Bix encierra todas las tragedias del jazz al mismo tiempo.
El chico introspectivo, tímido e inseguro que encontró refugio en la música, pero que se dejó seducir peligrosamente por el alcohol. Tocó el cielo con la misma velocidad que bajó a los infiernos. Para él, el jazz representaba una finalidad última, no un mero entretenimiento. Quizá fue el único que pudo hacer frente en vida al gran genio, a Louis Armstrong. Dotado de una capacidad musical asombrosa, ha pasado a la historia como el primer gran músico blanco del jazz.
Alejado de los grandes centros del jazz como Nueva Orleans, Chicago o Nueva York, Leon Bismarck Beiderbecke nació un 10 de marzo de 1903 en Davenport, en el estado de Iowa, en el seno de una familia presbiteriana practicante de origen alemán. A la prematura edad de tres años empezó a mostrar un talento inusual para la música por lo que sus padres le apuntaron a clases de piano con la intención de que, en un futuro, se convirtiera en un refinado concertista. A los siete años el periódico local Davenport Chronicle hablaba de un niño capaz de tocar al piano cualquier pieza que escuchaba. Pero esa precocidad inaudita tuvo una contraprestación. Bix nunca mostró la disciplina necesaria para aprender a leer música, algo que le pasó factura el resto de su vida y que marcó su carrera musical posterior.
Pocas veces en la historia del jazz uno se encuentra ante un fenómeno de estas características. Pocas veces en la historia del jazz, la frescura, el descaro y la irreverencia siguen caminos tan contrapuestos a una supuesta ortodoxia. Ignorados, infravalorados, discriminados y apenas citados en la bibliografía oficial, para encontrar una referencia digna de ellos hay que recurrir a estudios académicos muy especializados como 'Lost chords: White Musicians and their contribution to jazz' del músico e historiador Richard M. Sudhalter. Y aún así son escasas las menciones, circunscritas más a los músicos colaboradores que a su influencia en sí.
A pesar de vender miles de discos y gozar de bastante popularidad en su época, la historiografía del jazz ha preferido ocultarlos. Tal vez los sesudos críticos no los consideren unos músicos serios. Quién sabe... Para LA MÚSICA ES MI AMANTE, por el contrario, es uno de los grupos más estimulantes, originales e innovadores del jazz. Bienvenidos a la historia de Red McKenzie y sus sorprendentes Mound City Blue Blowers.
En los años 20, el centro del jazz se trasladó de Nueva Orleans a Chicago, como ya hemos comentado en más de una ocasión. Esta última ciudad se convirtió por derecho propio en la capital mundial del jazz, pero eso no implica que no se estuviera tocando jazz en otros muchos lugares. Dicho metafóricamente, las notas musicales que salían por las ventanillas del Illinois Center Railroad fueron esparciendo la semilla del jazz por todos los rincones del Medio Oeste. Y en St Louis, una provinciana ciudad del estado de Missouri, donde vamos a detenernos, dejaron una flor rara.
Corría el mes de mayo del año 1901, Charles Peabody, un arqueólogo de la Universidad de Harvard, llegó al condado de Coahoma, al norte del estado de Mississippi para realizar unas excavaciones que le había encargado el Peabody Museum. Allí se hizo con un grupo de jornaleros negros que iba oscilando entre los nueve y los quince, dependiendo de la tarea. Las primeras semanas se dedicaron a realizar cortes en dos túmulos abandonados por los choctaw, el pueblo indio que habitaba esas tierras mucho antes de que los terratenientes blancos se apoderaran de ellas.
Uno de los túmulos se ubicaba en la plantación Dorr en el municipio de Clarksdale, el otro, a unos 25 kilométros dirección sur, en la plantación Edwards, término de Oliver, sobre el río Sunflower. El calor apretaba. Las jornadas eran duras y se prolongaban desde primera hora del día hasta el ocaso. El terreno denso y pantanoso de Mississippi dificultaba la tarea. El peso de la tierra húmeda aplastaba los huesos. Según el propio Peabody, extraer un esqueleto, aún ayudándose de una paleta, era algo bastante complicado. Estaban enterrados en un lodo que los lugareños llamaban gumbo o buckshot.
Sin embargo, sólo en la plantación Edwards consiguieron desenterrar 158 esqueletos y 68 vasijas. Asimismo, también recuperaron abalorios de turquesa, herramientas talladas en piedras, conchas marinas, huesos de animales, campanas de latón, pipas de arcilla y puntas de flecha y lanza. Sin duda, la tierra escondía un gran tesoro que formaría parte ahora del Peabody Museum. Pero, a medida que los trabajos avanzaban, Peabody perdió interés por los hallazgos arqueológicos para centrarse en otro tipo de tesoros...
Cuando uno pasea por Michigan Avenue una fría tarde de invierno siente el gélido viento procedente del Lago Michigan golpear su rostro. A duras penas consigue avanzar unos pasos. Aunque el cielo amenaza nieve, mira hacia arriba y posiblemente aprecie los rascacielos mas impresionantes jamás construidos en el mundo. Las mejores vistas de la ciudad desde el Hancock Center; la torre más alta de Estados Unidos, Sears Tower; las 'torres gemelas' Marina Towers, el edificio del Chicago Tribune... Todos lucen majestuosos. Continua un poco más para cruzar al otro lado del río Chicago. El Loop, también distrito financiero, aguarda entre neones. Cabarets, salones de baile, salas de fiestas y, como no, teatros. Gira por Lake Street hasta el cruce con State. Allí la silueta del iconográfico Chicago Theater, se envuelve bajo la densa tormenta de nieve en esa desapacible tarde de invierno. No muy lejos de ese lugar se encuentra, Maxwell Street, la calle del blues, donde los afroamericanos que llegaban del sur se ponían a tocar. A unas millas de distancia el 'barrio sur', uno de los mayores ghettos negros de Estados Unidos. Bienvenidos a Chicago...
Si a principios de siglo XX, Nueva Orleans era un hervidero musical en ebullición, durante los locos años 20, ese honor le corresponde a 'la ciudad del viento'. Allí se gestó la música más hot del planeta. Por tanto, descubrir Chicago es adentrarse en la propia historia del jazz (también del blues). Como insinúa Leroi Jones en 'Blues People' la ciudad era algo así como "la capital musical de Norteamérica". Había inmigrantes negros, blancos, cantantes de blues rural, estilistas clásicos, músicos de 'fiestas del alquiler', músicos de Nueva Orleans, músicos jóvenes negros y músicos jóvenes blancos. Y todos escuchaban y reaccionaban ante ese choque de culturas.
En la mitología del jazz suele situarse a Chicago como punto final de los recorridos fluviales que, río Mississippi arriba, partían de Nueva Orleans. La imagen no puede ser más poética: barcos de turistas con músicos de jazz amenizando la velada de fondo. Sólo hay un pequeño problema. El río Mississippi discurre bastante lejos de Chicago. Todos los negros que llegaron a la ciudad procedentes del sur lo hiceron por ferrocarril. Como ya dijimos en 'La Gran Migración Musical' casi toda la música de Nueva Orleans se grabó en Chicago. Pero además se da una doble paradoja porque muchos de los sonidos asociados al jazz de Chicago evolucionaron en Nueva York.
Burdeles, sexo, alcohol, chulos, peleas, buscavidas, reputados padres de familia o infames bebedores, charlatanes, fanfarrones, libertinos. Hasta ahora, todos los protagonistas que han ido pasando por LA MÚSICA ES MI AMANTE han sido hombres. Como la propia historia del jazz y del blues. Tan solo en el nacimiento de los 'race records' citamos a Mamie Smith y su 'Crazy blues', como la primera persona en grabar un disco de blues. Pero en el blues era habitual que las cantantes solistas fueran mujeres (Bessie Smith, Ida Cox, Ethel Waters), sin embargo los músicos pioneros (Charley Patton, Son House, Blind Lemon Jefferson...) seguían siendo en su mayoría hombres.
En el jazz esta circunstancia se aprecia aún más. Buddy Bolden, Jelly Roll Morton, King Oliver, Louis Armstrong... todos los grandes nombres del jazz de Nueva Orleans fueron masculinos. Hasta el título del que es considerado como primer libro de jazz de la historia, publicado en 1939, resulta igual de revelador: Jazzmen, es decir la historia de los hombres del jazz. No hay lugar para las mujeres. Pero, ¿por qué este olvido?, ¿jugaron un papel secundario?, ¿no hubo mujeres entre aquellos pioneros del jazz?
Como apunta Frank Tirro en su 'Historia del jazz clásico' el estereotipo popular suele restringir la contribución femenina a la música vocal: cantantes de blues clásico como ya hemos citado, las grandes divas del jazz (Billie Holiday, Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan) y alguna instrumentista ocasional. Además, aparte del machismo reinante en la época, existe otro factor social importante. Tradicionalmente los instrumentos de viento se reservaban para los hombres y los de cuerda (sobre todo el violín) quedaban relegados a las señoritas. Se daba, a su vez, una situación de monopolio por lo que muchos hombres sentían miedo a que las mujeres pudieran acceder a un empleo destinado solo a ellos.
El blues guarda un secreto. Tiene una característica peculiar que otras músicas no poseen. Supone un vínculo con la tierra. Un fuerte vínculo emocional para una población -la afroamericana- donde el desarraigo y el nomadismo fueron una imposición. La tierra era fuente de vida, pero también fuente de inspiración. Cuando empezaron las grandes oleadas de migraciones del sur al norte, la tierra tuvo que ser abandonada.
Al hacer referencia a la Gran Migración, hablamos de cómo un fenómeno social influyó decisivamente en lo musical. En este caso, el blues llegó a la ciudad. Pero lo hizo de una forma brusca. En 1914, Henry Ford empezó a contratar trabajadores negros para fabricar el flamante Ford T en su cadena de montaje de Detroit. "Ninguno de mis empleados ganará menos de 5 dólares al día", prometió. Esa afirmación produjo un efecto llamada y vinieron trabajadores negros desde todos los puntos del país. Cuantos más llegaban, más aumentaba la producción. Incluso los blues populares de la época reflaban este acontecimiento.
"Say, I'm going' to get me a job now, working in Mr. Ford's place
Say, I'm going' to get me a job now, working in Mr. Ford's place
Say, that woman told me last night, you cannot even stand Mr. Ford's ways"
(Oye, voy a conseguir un empleo trabajando en la casa del señor Ford
Oye, voy a conseguir un empleo trabajando en la casa del señor Ford
Oye, una mujer me dijo anoche: "no podrás aguantar el trato del señor Ford")
Pero a pesar de las promesas de una vida mejor y de un trabajo bien remunerado, los negros tuvieron que adaptarse a un nuevo entorno urbano, mucho más hostil que el de la plantación. En la ciudad todo estaba disperso, las distancias se agrandaban; el sentimiento de comunidad -propio del negro sureño- se convirtió en instinto de supervivencia y en individualismo. Ya no se podía caminar sobre la tierra. Todo era cemento, edificios y coches. Las familias se amontonaban en minúsculos pisos, llenos de suciedad.
Hubo, además, un choque cultural entre las viejas costumbres sureñas y las modernas del negro norteño. Enseguida empezaron las burlas hacia los recién llegados y surgieron expresiones despectivas como 'chico de campo'. Un negro de ciudad no entendía la forma de vestir, de hablar, las tradiciones (supersticiones, ritos, espiritualidad) y mucho menos la música de los negros que venían del sur.
Por ejemplo, según confiesa el pianista Willie The Lion Smith, los negros que habían nacido en Harlem o llevaban mucho tiempo viviendo allí despreciaban a sus hermanos del sur. Era necesario en este proceso, por tanto, un equilibrio y - lo que es más importante- una aclimatación en la que el blues tuvo un papel destacado...
Después de la jornada de trabajo los negros acudían a fiestas en pisos. Los dueños de estas casas, también negros, cobraban una entrada que servía para pagar el alquiler y costear la propia fiesta. Son las conocidas como 'Rent parties' o 'fiestas de alquiler'. Constituían toda una experiencia social. Había comida, bebida (ginebra) y música. El plato favorito eran las famosas chitterlings o tripas de cerdo (en España conocido como gallinejas) que se ofrecían a todo el vencindario. De fondo, sonaba blues, pero un tipo de blues diferente al que se podía escuchar en las plantaciones de Mississippi.
Según Leori Jones en 'Blues People', el blues creado por los hombres y mujeres de ciudad era una música más dura, más cruel y más desesperada que las anteriores formas rurales. Su espíritu nacía de la sórdida aventura de vivir en la gran ciudad. Las formas se volvieron más complejas. Las infraviviendas, el trabajo agotador en la fábrica o en el muelle tenía su reflejo en la música. Por tanto, gracias a la evasión que proporcionaban las fiestas de alquiler en cierto modo los negros sureños encontraron una forma de aclimatarse a los nuevos conflictos de la vida urbana.
En realidad, estas fiestas empezaron a hacerse populares en Nueva York y en el barrio sur de Chicago, en los años 20, como un modo ingenioso de pagar el aquiler. En Harlem los negros pagaban más del doble que los blancos por la renta. Un mes antes de la fiesta ya circulaba por todo el vencindario las octavillas anunciando los músicos que iban a tocar. Incluso en las tiendas y restaurantes se ponían anuncios a mano en lo que se daba noticia de las fiestas más importantes que estaban por celebrar. La entrada se cobraba la misma noche y su precio oscilaba entre los quince centavos y un dólar.
A parte de las fiestas de alquiler, otras variantes eran las 'fiestas de la tripa' o las 'fiestas de la bombilla azul'. Estas últimas tenían lugar los sábados y los domingos y reunían a cientos de bailarines para moler el cuerpo, arrastrar los pies o frotar la barriga. No importaba lo cansados que estuvieran de la jornada laboral de la semana, bailaban hasta desgastar la suela del zapato. Se prolongaban durante todo el fin de semana o,en su defecto, hasta que la policía interviniera.
Del boogie-woogie al stride piano
Cuanto más rápida y violenta fuera la música, más éxito entre los asistentes. Así nació el boogie-woogie, un estilo pianístico, evolución del blues, que se caracteriza por la poderosa figura que realiza la mano izquierda. Constituye una fusión del blues vocal y de las primitivas técnicas de los guitarristas del Delta adaptadas al piano. A diferencia del ragtime -con el que guarda parecido- no tenía ninguna influencia europea. Era una música totalmente improvisada.
Se cree que el primer músico en interpretar boogie fue el cómico de vaudeville Jimmy Yancey, que debido a su presencia constante en las fiestas del alquiler se hizo famoso en todo Chicago. Otros nombres fueron Cow Cow Daveport, cuya tarjeta decía que fue él quién introdujo en boogie-woogie en América, y Pinetop Smith. Todos estos pianistas pioneros, vinculados a Chicago, alcazaron una status social especial, sus servicios eran muy solicitados y por supuesto comían y bebían gratis en todas las fiestas de alquiler.
Sin embargo, en aquella misma época, los intérpretes de Nueva York tocaban de manera distinta que los del resto del país. La música que se oía en las fiestas de Harlem, principalmente jazz, estaba más cerca del ragtime que del blues. El piano seguía siendo el protagonista, pero a diferencia de Chicago, en Nueva York existía una fuerte influencia de la música europea.
El stride piano de Harlem supone, por ello, un puente entre el ragtime y los nuevos estilos pianísticos del jazz. El precursor y máxima figura de este estilo fue James P. Johnson. El estilo stride pretendió aunar lo culto y lo popular, sin perder el carácter de espectáculo. Y espectáculo era precisamente lo que ofrecían Fats Waller y Willie The Lion Smith, dos de los grandes maestros del piano stride.
Según Ted Gioia en 'Historia del jazz', Waller (del que hablaremos con tranquilidad en su momento) desplegó un talento especial para cautivar al público no superado nunca por ningún otro músico de jazz de cualquier época a excepción de Louis Armstrong. Por su parte, los aires de grandeza y la arrogancia de The Lion Smith crearon escuela en Harlem. En los duelos de piano de las fiestas, no tenía competidor. Como decía James P. Johnson, cuando Willie caminaba, cada uno de sus movimientos era un espectáculo.
Las fiestas de alquiler continuaron después de la Gran Depresión. Todos los pianistas que alcanzaron la fama tocando en ellas, siguieron su popularidad durante los años 30, gracias a los discos de gramófono. Algunos pasaron a ocupar su lugar en la historia de la música afroamericana. Sirva este post como modesto homenaje. Finalizamos, como siempre, con una selección musical de tres máximos representantes de los estilos citados, que servirá para ilustrar la exquisita dimensión musical que alcanzaron estas fiestas.
En primer lugar, Pinetop Smith y su 'Pinetop's boogie woogie', una de las primeras grabaciones del estilo, realizada en Chicago en 1928.
This joint is jumpin' de Fats Waller supone un extraordinario documento, tanto en lo visual como en la letra y ambiente, de lo que debió ser una fiesta de alquiler.
Por último, Willie The Lion Smith, con su característico puro, interpreta el famoso 'Carolina Shout', composición como él mismo indica en la introducción, del pionero del stride piano, James P. Johnson.
"Metían a cien personas o más en un piso de siete habitaciones hasta que la casa estaba repleta. Algunas fiestas se extendían a los pasillos y a todo el edificio", Willie The Lion Smith, pianista de Harlem.