Un paseo emocional
por algunos lugares de Madrid para aprender, debatir y entender sobre música: las tiendas de
discos. Extemporáneas, desfasadas, museos vivientes de una forma particular de
aproximarse a la experiencia sonora: el formato físico.

Remansos de paz e ilusión que han vivido épocas mejores,
beligerantes con el devenir de los tiempos, se resisten a desaparecer. Para
algunos, los más jóvenes del lugar, no son más que unos polímeros con forma de
circunferencia repletos de surcos o unos policarbonatos de plástico insuflados
por un láser. Para otros, son el motivo último de la felicidad. No se trata del
continente, sino del contenido. Cientos de historias se encierran entre sus
límites circulares: la primera vez, los primeros besos, los primeros
desengaños… pero también los últimos. Cada uno tiene la propia banda sonora de
su vida.
Y esos ecos envueltos en ondas imperceptibles nos han llegado a través de los discos que comprábamos en unos lugares llamados tiendas de discos. Cuando todavía se pagaba (masivamente) por ellos. Da igual el formato o la forma, lo importante es lo formidable, por ejemplo, de un ritual cada vez menos habitual: sacar el vinilo de su funda, agitarlo levemente, acariciarlo con un paño especial para librarlo de posibles motas de polvo antes de depositarlo con suavidad sobre el plato del gramófono, levantar expectantes la aguja y llevarla hasta el punto exacto donde todo adquiere una nueva dimensión. Y accionar la palanca. Suspirar ante los primeros acordes. Estremecerse. Es como el origen mismo del universo, un Big Bang de sensaciones indescifrables que nos hacen levitar, alegrarnos cuando estamos eufóricos, deprimirnos cuando estamos tristes o transportarnos siempre lejos, muy lejos…
No hace falta irse al otro lado del mundo y recorrerse la Ruta 66 de Las Vegas a Los
Ángeles para vivir emociones fuertes. Bueno, se puede intentar, pero es más
caro. Aquí al lado podemos experimentar sensaciones parecidas. Algunos piensan
(pensamos) que Malasaña es el centro
de la galaxia. El madrileño barrio en honor a la heroína —sí, a esa también— de nombre Manuela, no
sale en ningún callejero de la ciudad (la denominación oficial es Universidad), pero está en todas las
guías de tendencias del globo. Se podría decir que es una de las zonas que
identifica culturalmente a Madrid, no solo por la archinombrada Movida —más utilizada por los viejos
modernos que el “espíritu de la
Transición” por los viejos demócratas—, sino también
por su efervescencia callejera, por su ímpetu transgresor y sobre todo
por ser una de las áreas de la capital que están en continua reformulación.
Cada día se inventa un nuevo Malasaña. Se abren nuevas boutiques de diseño,
creperías, hamburgueserías, cafeterías donde degustar los dulces más trendies, puestos hot dog de estilo americano, locales de comida para llevar,
pizzerías (esa simbiótica relación del barrio con la comida italiana),
restaurantes de todo tipo, bares de copas, librerías, espacios de coworking… y —ahí es donde queríamos llegar— tiendas de discos. Puede que pasen
desapercibidas para el ciudadano medio, desde luego no resultan un reclamo
turístico para los millones de visitantes que inmortalizan la Puerta del Sol cada año. El
caminante de mirada invidente posiblemente haya pasado de largo por ellas sin
percatarse de los tesoros que en su interior se esconden. El habitante del
barrio tal vez sepa de su existencia, pero quizá no haya profundizado mucho
más. Los asiduos las consideran su segunda casa. Por eso desde aquí queremos
proponer un paseo sosegado y estimulante por algunas de las tiendas de discos
que quedan en Madrid.Y esos ecos envueltos en ondas imperceptibles nos han llegado a través de los discos que comprábamos en unos lugares llamados tiendas de discos. Cuando todavía se pagaba (masivamente) por ellos. Da igual el formato o la forma, lo importante es lo formidable, por ejemplo, de un ritual cada vez menos habitual: sacar el vinilo de su funda, agitarlo levemente, acariciarlo con un paño especial para librarlo de posibles motas de polvo antes de depositarlo con suavidad sobre el plato del gramófono, levantar expectantes la aguja y llevarla hasta el punto exacto donde todo adquiere una nueva dimensión. Y accionar la palanca. Suspirar ante los primeros acordes. Estremecerse. Es como el origen mismo del universo, un Big Bang de sensaciones indescifrables que nos hacen levitar, alegrarnos cuando estamos eufóricos, deprimirnos cuando estamos tristes o transportarnos siempre lejos, muy lejos…
Podríamos tirar de clásicos como La Metralleta, en el pasaje comercial de Tahona de las Descalzas, el paraíso del vinilo, donde se puede comprar la edición original del With the Beatles siempre que se tengan seiscientos euros a mano. O La Gramola, con su doble sede en Callao y en la calle San Bernardo, repleta de turistas y coleccionistas. En la calle la Salud, Eduardo de Discos Melocotón imparte lecciones gratuitas de historia del rock, de filosofía musical y de fundamentos de la mitomanía tan solo con preguntarle por algún vinilo. Algo muy recomendable, ya que encarna la figura del “viejo rockero nunca muere” elevada a la máxima potencia, One of the survivors que diría Ray Davies. Edu Melocotón suelta perlas como “el rock tiene que ser para molestar al vecino”. Sus ahora escasos pelos, ya canosos, han sido testigos en primera persona de los acontecimientos más relevantes del mundillo en los últimos treinta años. Hablando de dinosaurios del rock, Edu y todos los anteriores visitaban en su juventud la pionera Toni Discos en Martín de los Heros —en activo desde 1976—, una tienda donde se respira una atmósfera especial: el auténtico espíritu del rock and roll. Hay muchas más, quién lo diría, concentradas por el centro de Madrid que dan para rutas musicales individuales. Sin embargo vamos a focalizar el paseo en un área más localizada para transitar por el moderneo malasañil con una perspectiva musical diferente. Son más de las que hubiéramos imaginado y además no están todas las que son. En el lugar más inesperado puede surgir una nueva…
“Nos han educado en el
formato”
Empezamos nuestro recorrido a la inversa, en la que con
total seguridad sea la tienda de discos en activo más reciente que ha abierto
en Madrid, y eso que lleva más de ocho años (otras abrieron pero tuvieron que
cerrar). En el número 14 de la calle Conde
Duque, casi en frente del cuartel, nos encontramos con Jesús, el amable
dueño de Radio City, un lugar donde
declaran sin complejos: “nos gustan los discos”. Anteriormente se ubicaba en la
cercana Plaza de los Guardias del Corps, pero contra todo pronóstico
encontraron un local más barato y más amplio en la demarcación actual. Radio
City es un clásico de la zona, a pesar de su juventud. Decorada con gusto, acogedora, con la música en su punto
de intensidad, invita a pasar la tarde sin excesivas prisas. Tiene hasta algún
sofá que otro. Por allí pasan clientes de todo tipo, pero predominan de treintañeros para arriba. “El que viene
a comprar es militante”. No cree del
todo en el fin del CD, “nos han educado en el formato”, aunque reconoce que el
vinilo le ha ganado la batalla actualmente. “El formato físico se va a
mantener”.
En el catálogo de Radio City se pueden encontrar vinilos y
cedés de “rock and roll y satélites”, según define él mismo. Artistas conocidos
y menos conocidos, gemas ocultas, discos de portadas llamativas y con un cierto
aire independiente, si es que se
puede no considerar independiente a alguien hoy en día dentro del negocio
musical. Una mezcla ecléctica en la que conviven en armonía una diva Motown, la
última sensación folk americana o la colección de todas las grabaciones de Louis
Armstrong y los Hot Five, por marcar algunos extremos del satélite del que habla Jesús. Para él, uno de los valores añadidos
de las tiendas pequeñas es el trato cercano con el cliente. “Nuestra misión es
asesorar y también hacer de filtro”. Y efectivamente eso hace Jesús, en una
charla distendida mientras coloca algunos discos o responde al correo
electrónico. Se muestra optimista con respecto al negocio musical: “ya hemos
tocado fondo, peor no puede ir”. Aun así piensa que hoy por hoy Barcelona está
mejor que Madrid en lo que se refiere a tiendas de discos. ¿Está el Malasaña
musical en declive?
“La piratería afecta
menos al vinilo”
Declive o no, lo que sí está claro es que hay una calle de
moda en el ‘vecindario de Manuela’: ese será nuestro siguiente destino. Pasamos
de Conde Duque al centro del meollo en apenas unos minutos de paseo entre
terracitas, parques infantiles, iglesias y tiendas de chinos. Avanzamos por las
angostas y sucias aceras del barrio de Universidad.
Ahora puede parecer raro, pero hace unos años la calle Espíritu Santo no estaba repleta de los establecimientos más cool de Malasaña, ni siquiera de
comercios, a lo sumo alguna pollería o tienda de ultramarinos. Uno de los
primeros en establecerse fue Alberto con su Up Beat Records, situada en el número 8. “En realidad, para hacer
justicia, los primeros fueron los de ‘El Templo del Susu’ y después nosotros”,
Alberto no quiere apuntarse tantos que no le corresponden. Habla pausado, en un
tono sereno, pedagógico. En los tiempos muertos, “que no son tantos”, suele
leer o actualizar el catalogo de discos de la web. Para los aficionados al
reggae y al ska, Up Beat supone más
que una referencia: tiene el honor de ser la única tienda especializada de todo Madrid. “Vendemos exclusivamente soul,
jazz, reggae y derivados como funk, ska, dub... de los años 60 y 70, o artistas
actuales que se mueven en esas líneas”. Lleva desde 2002 con el proyecto. Al
principio no fue fácil pero han conseguido consolidarse. Bueno, hasta que llegó
la crisis. “De dos años o así para acá, los efectos de la crisis nos han
afectado como a todo el mundo y ha bajado el nivel de ventas, aunque seguimos
al pie del cañón y esperamos que por mucho tiempo”.
La tienda es amplia y luminosa, está perfectamente dispuesta
para encontrar lo que buscas o dejarte encontrar. Vinilos nuevos, reediciones y
originales de Bob Marley o Theloniuos Monk como joyas de la corona. “Tenemos también libros, revistas y algo de
ropa orientada al público que compra esta música”, comenta Alberto. Debido a la
exclusividad de su producto, no considera competencia a las grandes
superficies, ni a las tiendas online.
Ni siquiera la piratería, ya que venden un tipo de música muy determinada, a un
público fiel al que le gusta tener el original en sus manos. “Hemos trabajado
siempre vinilo que también va por un derrotero al que le afecta menos el
pirateo”. Lo que a Alberto le sorprende (no será el único) es que la gente
joven ya no escucha música en un equipo de sonido, sino que se conforma con el
móvil o con el ordenador. “Los tiempos han cambiado y a menudo rebobinamos el
reloj”. Ya lo cantaba Cole Porter allá por los años 30 en “Anything goes” (Todo
vale). ¿Premonición? O acaso la historia es cíclica… ¿Quién compra discos? La
pregunta del millón. Se la hacemos a Alberto. “Desde luego los músicos no, por
aquí no he visto muchos”. Esto es una constante que observaremos más veces.
Alberto tiene más éxito entre los guiris turistas que entre los músicos que viven
por el moderno y bohemio Malasaña…
“He vendido discos a Wayne
Shorter”
Nos desplazamos un par de calles más abajo, hasta el número
33 de La Palma,
casi al lado de la Plaza
del Dos de Mayo. Hay que ir con atención porque si no es fácil saltársela. La
pequeña y coqueta Jazz y Más, la
única especializada en jazz de Madrid, está justo en el portal de al lado de la Escuela de Música
Creativa. Eso en principio podría beneficiarla. Así lo pensó Montse, la madre
de la criatura, cuando la puso en funcionamiento en la década pasada. Pero no
es así. “Los músicos apenas compran discos y los jazzistas, menos”. Montse habla con una claridad meridiana, no es
de andarse con rodeos. Locuaz e hiperactiva, sabe del negocio musical más que un
directivo de discográfica (vale, tampoco es difícil). Y en concreto domina los
entresijos del jazz con la misma verborrea con la que destila todo tipo de
anécdotas sobre sus personajes. Anécdotas que ha vivido en primera persona.
Durante mucho tiempo, hasta que Fnac lanzara una OPA hostil, fue la tienda
oficial del Festival de Jazz de San Sebastián. Todos los veranos, junto con
Álex, su marido, montaba el chiringuito en el norte, cenaba con las estrellas
del festival —sabe secretos de Pat Metheny que ni su propia guitarra— y vendía
discos a grandes del jazz como Wayne Shorter,
Ornette Coleman o Brad Melhdau
con idéntica naturalidad con la que habla con sus amigos. Porque en Jazz y Más compran amigos, no clientes. De hecho,
los que van entrando la saludan con dos besos.
La conversación con ella es como un solo de John Coltrane,
no sabes a dónde va a llevarte. Tan pronto saca pecho por ser una de las
pioneras en vender partituras de jazz (los famosos Real Book) en Madrid, como
despotrica contra Amazon por hacerle la competencia desleal. “Dan un precio más
bajo que mi precio de coste”. Aconseja con mimo, conoce los gustos de sus
amistades. “A algunos les digo ‘no te compres este disco que no te va a gustar’
y luego vienen y me dicen ‘pues me ha gustado’”. Tampoco es infalible, sí
honesta. En la tienda ofrece sobre todo cedés de todas las épocas del jazz,
cajas recopilatorias, DVD, algo de música clásica, vinilos selectos y muchos
libros y material didáctico. También atiende su tienda online y actualiza su Facebook, donde da buena cuenta de todas las
novedades que le van llegando. Cada vez se está introduciendo más el souvenir jazz, la típica figurita del
saxofonista negro. En una feria vio papel higiénico con cifrado de partitura.
Espera no tener que venderlo nunca. Lo jura y lo perjura, pero “nunca se sabe”.
Le encantaría que su calle estuviera repleta de más tiendas de discos. “Eso me
haría ser más competitiva”. El jazz siempre ha estado en crisis. Por eso ahora
no es especialmente pesimista. La clave: adaptarse a las circunstancias. “Soy
flexible porque soy pequeña”. Después de una frase tan lapidaria llega el
momento de partir, aunque uno podría estar hablando con Montse toda la vida. Ya
en la puerta, en la despedida, suelta su último bombazo: “¿sabes que Universal
ha comprado todo el catálogo de Blue Note Records? Bueno, creo que aún no es
oficial…” Demasiado tarde.
“Tengo la tienda por
tenerla”
De camino hacia al último destino, te topas casi sin
quererlo con el mercadillo del Dos de Mayo, donde, entre otras cosas, hay unos
puestos con vinilos interesantes a un precio asequible. Superada la tentación
de sentarte en alguna de las terrazas o meterte en una pizzería, llegamos a la
calle Divino Pastor, 22. Con total
probabilidad la parada más alocada de toda la ruta. Big Mamma abrió en 2006 y ya desde entonces Diego, su dueño, sabía
que la supervivencia no iba a ser fácil. Pero de momento ahí siguen, aunque el
mercado no sea muy grande. Su especialidad es el soul, el funk, la música negra
de los años 60, y también el pop-rock, el blues y el jazz. Siempre con un aire
retro. “Mirándolo fríamente hay motivos para cerrar, tengo la tienda por
tenerla”. Y porque el local es de su familia y no tiene que hacer frente al
alquiler, pero está claro que no se va a hacer rico con esto. Uno de los
motivos que achaca Diego es que no está situado en un lugar de paso o
turístico. “Como máximo vienen unas 10 personas al día”. Aunque a tenor del
movimiento de gente durante la estancia allí cualquiera lo diría. No venderán
mucho, pero hablan con todo el que pasa por allí. En menos de media hora entra
el electricista (le deben cuatro euros de una chapuza), un fotógrafo amigo,
otra vez el electricista, la señora de la tienda de ropa de al lado, el tercer
intento del electricista (se está poniendo pesado y se queda sin cobrar) e
incluso un cliente. La sensación de camarote de los Hermanos Marx le da un
atractivo toque surrealista a la experiencia.
La decoración de Big Mamma parece un cuadro de Dalí llevado
a la época de la
Blaxploitation: pósteres de las Supremes al lado de un
grandes éxitos de Rocío Jurado, vinilos de “Barrelhouse blues” junto a una
maleta de revistas antiguas con Raphael en
portada. Iconoclastas y horror
vacui. Pero si algo define la puesta en escena de la tienda es el socio de
Diego, un búlgaro llamado Krasimir, y su entrañable perro Charly, amigo de
todos los niños del barrio, ya que la puerta de la tienda siempre está abierta.
Ambos son muy diferentes. En teoría, el socio se encarga de los discos hip-hop
y Diego se centra más en la música blanca, como el rock, folk, country, beat o
garage. El impredecible y divertido Krasimir siempre está sentado al otro lado
del mostrador con su Facebook abierto en el portátil, en una mano la cerveza
del chino y en otra un cigarro (la Ley Antitabaco no llegó a Bulgaria). Interrumpe
bruscamente la conversación para dejar claro que no son una tienda para
disc-jockeys, a pesar de tener bastantes vinilos de segunda mano. Charly
custodia la puerta como el guardián que es, se echa la siesta en las escaleras
sin inmutarse. De vez en cuando entra en la tienda y se te sube encima. De
repente llega Krasimir con un disco de Pata Negra y pincha “Ratitas Divinas” a
toda mecha. Flamenquea como si fuera
del Puerto de Santamaría de toda la vida. Luego te explica que con los discos
hay que arriesgar y trae vinilos de esos que no se encuentran en Spotify:
“Jeros”, “María Vargas”, un LP con la portada de una foto de Franco y un texto
que reza “25 años de paz”. La visita culmina con una discusión (sana) entre
todos los allí presentes sobre qué etapa de Aretha Franklin es mejor. Al
cliente le gusta la de Columbia, Diego prefiere la de Atlantic, Krasimir sigue
pinchando flamenco. Charly no se pronuncia.
Entrañabe artículo. Una vez más, agradecido.
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