"¿Conservatorio? ¿Estáis de coña? Yo aprendí a tocar el saxo en el Reformatorio de Pontiac"*
Pontiac era la escuela. Bueno más bien la guardería. Estaba llena de chavales que de alguna manera u otra, con sus leves fechorías, no habían hecho méritos suficientes para acabar en recintos mayores. Aunque ya se andaría la cosa. En Pontiac se iniciaban. Allí se podía estudiar de todo. De todo lo que no te enseñaban en la escuela convencional, claro. El temario, digamos, difería un poco de lo que cualquier chico de familia bien esperaría recibir. Grifa, farlopa, pastillas o costo junto a navajas, pistolas, rifles o el muestrario más sorprendente de armas blancas, formaban el material escolar. Uno podía aprender los trucos más dispares para utilizar en pequeños atracos al ultramarinos de la esquina, abrir cajas fuertes, en contrabando casero o trapicheos delictivos varios. No estaba mal. Había que preparse para la vida de ahí fuera. Pero nadie viene al mundo siendo un criminal. O sí... En ese punto, ni siquiera los filósofos se ponen de acuerdo. Si "el hombre es bueno por naturaleza", o si "el hombre es un lobo para el hombre" resultaban pamplinas. En Pontiac, ni por asomo, habían oído hablar de Rosseau, ni de Hobbes, ni de la Ilustración, ni del Leviatán. Ellos, por el contrario, estudiaban otro tipo de filosofía...
Las calles del noroeste de Chicago no eran las más peligrosas de la ciudad, pero tampoco la más tranquilas. En ellas, estafadores, tahúres, bandas callejeras, nenas pavoneándose y polis a bordo de enormes Cadillacs se relacionaban de una forma, llamémosla, tensamente cordial. Si no te metías con ellos, nada malo podía pasar. Pero eso era la excepción. Los chavales de quince años se reunían en el salón de billar de Emil Glick, en la esquina entre Division y Western. La clase diaria se impartía allí. La cosigna: buscar pelea o liarla antes de que se pusiera el sol, para al final acabar pertrechando pequeños hurtos en la tienda de caramelos. Algo es algo. Nadie nace aprendido. Apuntaban maneras en todo caso.