lunes, 23 de abril de 2012

"Adelante, Edward, por aquí"


"Érase una vez una hermosa muchacha y un joven muy apuesto que se enamoraron, se casaron y formaron una pareja maravillosa que Dios bendijo con un precioso hijo varón de 3 kilos y 900 gramos. Quisieron muchísimo al pequeño, lo cuidaron con celo, lo protegieron y lo mimaron. Lo llevaban en palmitas y le daban todo cuanto se le antojaba. Por fin cuando el niño tuvo unos siete u ocho años, dejaron que sus pies se posaran en la tierra. Lo primero que hice fue correr por el jardín hasta la cerca y salir a la calle. Alguien me dijo 'Adelante, Edward, por aquí'. Una vez cruzada la calle otra persona dijo 'gira a la derecha y continúa recto, ¡no tiene pérdida!' Y así ha ido sucediendo desde entonces... "
Aunque pueda parecerlo en una primera instancia, no es el inicio de un cuento de hadas, sino la autobiografía de uno de los más grandes músicos de jazz de todos los tiempos.  Elegante a la vez que discreto;  apuesto y eternamente sonriente; dado por igual a la grandilocuencia, a la mesura, a la prudencia y a la corrección. Amigo de lo popular y del reconocimiento de las multitudes aunque profundamente receloso de su vida interior. Tímido, educado, señorial, obstinado... se convertiría, por derecho propio, en uno de los compositores mas prolíficos y reconocidos de la historia del jazz.  Un genio... Aclamado y encumbrado en todo el mundo, muy pocos, en realidad, llegaron a conocerle más allá; el personaje público eclipsó por completo su personalidad individual. Él, además, se encargó de escribir su biografía en la medida de sus intereses.

El 29 de abril de 1899 nacía en un tranquilo vencidario de clase media negra, al noroeste de Washsington D. C., Edward Kennedy Ellington. Su padre, James Edward Ellington, trabajaba de mayodormo para un médico adinerado de la ciudad, llegando incluso a hacer algún encargo para la Casa Blanca. Un hombre modesto que actuaba como si fuera rico. "Gastaba y vivía como un hombre rico y cuidaba de su familia como si fuese millonario", diría Ellington años más tarde.

lunes, 9 de abril de 2012

Un lamento de blues en la prisión Parchman

Convictos de Parchman dirigiéndose al campo de trabajo

En Mississippi nada es lo que parece. O mejor dicho, todo es lo contrario de lo que parece. Durante los años 20 y 30, la tierra que vio nacer el blues albergaba el dudoso honor de ser el estado más pobre y subdesarrollado de Estados Unidos. Tenía la renta per cápita más baja, menos de la mitad de la media. Raro era encontrarse un hogar con teléfono, radio o vehículo motorizado. De hecho, en 1937 tan sólo el 1% de las granjas contaba con electricidad. Aquél que se adentraba en la extensa llanura aluvial (la región del Delta) delimitada por los ríos Mississippi y Yazoo se topaba con una sociedad arcaica y esclavista, como si de repente el Tercer Mundo se hubiera asentado en pleno corazón americano.

Sin embargo, la música que emanó de allí ha llegado a todos los confines del mundo y ha influido decisivamente en gran parte de los estilos populares del siglo XX. Si el blues hubiera sido un bien tangible como el petróleo o el algodón, Mississippi podría haberse convertido, sin lugar a dudas, en el estado más rico y rentable.

Aunque la sobrecogedora realidad del Delta mostraba otra cara. La división racial era más evidente entre el campo y la ciudad. Los blancos duplicaban a los negros en los centros urbanos; los esclavos les quintuplicaban en las plantaciones. Apenas participaban de la vida de la ciudad, aunque paradójicamente la experiencia cultural pertenecía a ellos, de una manera primitiva, cruda y austera. A diferencia del estilo eléctrico de Chicago o de los grandes combos de Memphis o Detroit posteriores, los bluesmen del Delta solo se hacían acompañar por un único instrumento: la guitarra.

Mientras que en el resto del país, las grandes estrellas del jazz, del swing, del vodevil o incluso las cantantes de blues clásico, actuaban ante fervorosas audiencias, en recintos -más o menos honorables- destinados para ello, en Mississipi tal concepto simplemente no existía. No había salas de conciertos, ni conservatorios, ni teatros. Tocando la guitarra en cualquier barrelhouse se podían ganar unos cuantos dólares y algunas copas gratis (más que recogiendo algodón) pero nadie hacía carrera de ello. Ninguno de los hombres del Delta se dedicaba en exclusiva a la música.